Romana pasará muy holgadamente los 75 años.
Cuando tiene que ir a Soria se calza sus botas de goma de media caña que casi le llegan a la rodilla y toma por ese fino cordón umbilical de la pista sin asfaltar que une su mundo con el orbe civilizado.
Estoy seguro de que hasta el más detallado de los mapas ignora que Valdenegrillos existe. Ni siquiera en Google Earth serán visibles los desvencijados tejados de esta población.
Ni que decir tiene que allí nunca llegó nada parecido a un voltio, ni el agua corriente; aunque tampoco debieron ser necesidades perentorias... Si te daba un "cólico miserere", te ibas al otro barrio... Aquí paz y allá gloria.
A veces Romana echa por el atajo del encinar pero en cualquier caso camina sus buenas dos horas y media, muchas veces de noche, hasta llegar a la carretera donde aguarda pacientemente a que aparezca el autobús. Esto se dice fácil imaginando que, a pesar de su avanzada edad, la caminata es menos dura porque el buen tiempo ilumina su pequeño cuerpo... Pero en invierno hay días que incluso la pista se niega a ser pisada y desde las campiñas cercanas al Duero sube hasta la sierra un aire a ocho grados bajo cero que agrieta su rostro ya arrugado por el tiempo como una hoja de papel de estraza. Este trance acabaría con cualquiera de nosotros, pero no con ella a pesar del cáncer con el que pelea desde hace ni sé los años.
Desde la distancia ronronea el coche de línea que al llegar a su altura se orilla y para. Entonces Francisco, el conductor, con su bigote amarillo por el humo del "Ducados" y el palillo firmemente atrapado entre los dientes, le saluda con aire sereno –"Romana, cómo va esa vida, compañera?"– y le larga el ticket y dos bolsas rojas con el anagrama de la empresa de transportes.
Ella se pasa el viaje hasta la capital vomitando bilis en esas bolsas porque no cenó, no ha desayunado y no tomará nada el resto de la mañana... El médico le ha dicho que vaya a la consulta en ayunas y ella sabe que además se marea de muerte en el autobús que serpea aburridamente por el puerto de Oncala.
Cuando acaba su visita al galeno, aunque le sobre mucho tiempo, Romana vuelve al banquito de la estación de autobuses y espera lo que sea menester hasta que Francisco, con el autobús rotulado de ondas rojas, granates y negras, la recoge para abandonarla de vuelta en el orillo de una carretera sin arcén, roída en sus márgenes por los dientes de león y otras plantitas sin dueño. ¡Qué alivio para Romana!... Y vuelta a la pista que se deja ver a trechos entre las ondulaciones del terreno. Vuelta a Valdenegrillos.
A decir verdad, Romana y su viejo esposo no son los únicos que se aventuran en el mundo de aquel lugar casi inexistente como el suspiro de un viejo que se muere. Más arriba aún del pueblo, cuyas ruinas dormitan en el plano de un barrancazo festoneado de álamos, hay una dehesa en la que pastan unas ovejas y hasta ellas se acerca muchos días el pastor traqueteando con su viejo Land Rover; un trasto imparable de aquellos de parabrisas dividido en dos mitades y faros saltones en las aletas que echa un humareda blanca.
A veces el pastor se encuentra con Romana en el camino, pero no se ofrece acercarla al pueblo porque sabe que es inútil. Ella, con distraída cortesía, rechazó repetidamente el ofrecimiento años atrás (se marea con sólo subir al coche) y él la ha visto recorrer kilómetros con sus botas de goma hasta un pueblico situado donde Judas echó la voz con el solo propósito de comprar pan para dos días.
A fuer de ser sincero os diré que hace ya algún tiempo que las menudas botas de Romana no rechinan sobre el empedrado de Valdenegrillos. A su marido le dio no sé qué tarantantán y se fueron a vivir a una residencia.
En Valdenegrillos se quedó la vetusta iglesia resistiéndose al desmoronamiento entre la hiedra; con sus dos ojos vacíos de bronce mirando a nadie y silbando al paso del viento.
Esta es la historia intrascendente de gente recia que no importa, en pueblos tan diminutos que no interesan. Tengo un saco de ellas para contar y vosotros conocéis también muchos pueblos y personajes de esta pasta; pero os preguntaréis qué demonios tiene esto que ver con las armas y con la caza.
Pues la verdad es que no tiene nada que ver y tiene todo que ver. No se me ocurría otra manera de retratar lugares, gentes y modos de vida tan alejados de la Prima de Riesgo, del IBEX 35, del Euro, del maldito IVA y de las cosas que "verdaderamente importan".
Con este último párrafo, contrapuesto al rollo anterior, quizá haya conseguido mi objetivo: que se pueda sentir el vértigo que produce la distancia astronómica que hay entre el mundo rural y el mundo urbanita. Para el segundo, el primero sencillamente no existe.
En parte por eso y por el abandono del que hablo, surgen pavorosos incendios que nos recuerdan cada verano que ese mundo existe. Incendios que para muchos de los cazadores que frecuentamos ARMAS.ES son una desgracia vivida muy muy de cerca.
Recientemente un compañero del foro nos mostraba cómo el fuego había devorado los pinos hasta dejar impúdicamente al descubierto la silla elevada en la que hacía sus esperas al jabalí (de veras que es lamentable, Senik).
En este mundo, en el que la caza pervive como algo inherente al pueblo, a los animales y a los hombres; a su vida y a su muerte, las voces de los que llaman "asesinos" a los cazadores aparecen tan débiles, absurdas y desubicadas a mis ojos como una planta de gabinete junto a un roble centenario.
Podría contar muchas más historias: la del peón caminero de Oncala, que soltaba a su perrillo mestizo por la mañana y casi siempre volvía con un conejillo en la boca. Aquel mismo chucho que venteaba la codorniz como ninguno pero que, una vez abatida, si llegaba antes hasta ella, se la comía (¡el muy hijo de perra!)... O la de otra mujer del pueblo de San Andrés que a sus ochenta años se echa la plana al hombro y sale tras los exiguos bandos de perdices montaraces –en las tierras altas estos bandos siempre son pequeños– como hizo toda su vida desde niña, cuando tenía que echar algo en el puchero... ¿Qué le parecerá a ella eso del Movimiento de Liberación Animal?
Quizá si la revista de la "National Geografic" se enterase de estas vidas, las expondría en reportaje con las impresionantes y maravillosas fotos que ilustran sus páginas para sorprender a ese público que vive en el planeta de las cosas que importan.
Pienso en estas cosas y no puedo evitar que llegue a mi cara una pequeña sonrisa piadosa que no es otra cosa que un profundo lamento.
No digo yo que los pueblos sean per sé maravillosos. La vida en muchos de ellos es extremadamente dura, exige mucho trabajo físico y la convivencia es difícil y a veces hasta trágica: como dice el aforismo castellano, "Pueblo pequeño, infierno grande"; pero sí digo que su supervivencia es más que necesaria. Su forma de entender la vida, la naturaleza y su uso son imprescindibles como lo son el aprovechamiento de los bosques y de la fauna silvestre de forma regulada si no queremos que en unos años la naturaleza se limite a espacios representativos en parques naturales.
PD: gracias por tu foto del incendio, Senik.