CARLOS I de España y V de AlemaniaTras el reinado de los Reyes Católicos, y el breve interín que supuso el reinado de Juana (La Loca) y Felipe I (El Hermoso), así como la regencia del Rey Fernando y posterior del Cardenal Cisneros, llegó a España el primer rey de los que podríamos denominar como Los Austrias, quien reino como se indica al principio, entrando España ya en lo que podemos denominar como edad moderna.
Carlos I fue Emperador del Imperio Germánico y Rey de España, nacido en Gante el 24 de febrero de 1500 y muerto en Yuste el 21 de septiembre de 1558
Hijo de Felipe el Hermoso y de Juana I de Castilla, era nieto del emperador Maximiliano I y María de Borgoña, y de los Reyes Católicos. Gracias a un complejo entramado de relaciones dinásticas, en Carlos confluyó una magnífica herencia territorial que le convirtió en el soberano más importante de la Cristiandad. De Maximiliano I recibió la herencia patrimonial de la Casa de Habsburgo, la posibilidad de convertirse en Emperador del Imperio Germánico, los territorios del Tirol, las regiones de Kitzbühel, Kufstein, Rathenberg y el condado de Gorizia; De María de Borgoña, heredó los territorios patrimoniales de Borgoña, que incluía los Países Bajos, el Franco Condado, el Artois y los condados de Nevers y Rethel; de Fernando el Católico, recibió los territorios de la Corona de Aragón y las posesiones italianas vinculadas; mientras que de Isabel la Católica, recibió los territorios castellanos, norteafricanos y americanos de la Monarquía Católica.
El emperador Maximiliano de Austria y su familia.
A lo largo de su reinado, Carlos viajó de un extremo al otro de sus dominios y combatió en innumerables campos de batalla. Permaneció poco tiempo en un mismo lugar y nunca tuvo una Corte estable, pero supo rodearse de importantes pensadores, artistas y hombres de ciencia.
Carlos contrajo matrimonio en 1526 con Isabel de Portugal, la cual falleció en 1539. Pese a que el Emperador aún vivió veinte años más nunca volvió a casarse. De este matrimonio nacieron cinco hijos, de los cuales sólo el príncipe Felipe y las princesas María y Juana llegaron a la edad adulta. Además de estos, Carlos tuvo una hija de una relación anterior a su matrimonio, Margarita de Parma, y, ya viudo, un hijo, Juan de Austria.
En 1516, tras la muerte de Fernando el Católico, Carlos se convirtió en el heredero legítimo de todos los estados que habían pertenecido a los Reyes Católicos. El 17 de septiembre de 1517, Carlos de Gante llegó a España para hacerse cargo de sus dominios. El nuevo rey, Carlos I, era un joven ignorante de las costumbres y del idioma de sus súbditos, que además se presentaba rodeado de una corte de personajes extranjeros. Dos años más tarde, en 1519, abandonó la península Ibérica para dirigirse al Imperio Germánico, ya que había sido elegido Emperador. En ausencia del Rey estallaron la revuelta comunera y las germanías. El 23 de octubre de 1520 Carlos I fue coronado emperador como Carlos V.
A partir de este momento, Carlos V tuvo que hacer frente a la inmensa responsabilidad de gobernar sobre los territorios más extensos de la Cristiandad. Acometió la dirección de las conquistas en América y la regularización del comercio con el Nuevo Continente, el cisma religioso planteado por los protestantes, la amenaza creciente del poderío otomano, tanto en el Mediterráneo como en el este de Europa, encabezado por Solimán el Magnífico; y, sobre todo, la pugna por la supremacía europea con Francisco I y Enrique II de Francia. Para tan ingente labor, Carlos contó con la ayuda de importantes personajes, entre los que destacaron el canciller Gattinara y el secretario Francisco de los Cobos.
En 1555 abdicó en el príncipe Felipe el gobierno de Flandes y el 16 de enero de 1556 el resto de sus territorios, a excepción de la corona imperial que pasó a su hermano Fernando. Carlos se retiró a Yuste, donde residió hasta su muerte en 1558.
La elección imperial
Desde que en 1440 Federico III había sido elegido Emperador, la Casa de Habsburgo estaba al frente del Sacro Imperio, lo que en principio convertía a Carlos I en el candidato mejor situado para suceder a su abuelo Maximiliano I. No obstante, Maximiliano no había nombrado a Carlos Rey de Romanos, lo que le habría convertido en el heredero directo al trono imperial. Por esta razón, a la muerte del Emperador se abrió el complicado sistema de elección imperial, regulado por la Bula de Oro, en el que Carlos tenía que competir con el resto de candidatos.
La Bula de Oro establecía que siete grandes personajes del Imperio serían los encargados de elegir al nuevo emperador. Estos personajes, conocidos como los Príncipes Electores, eran tres altos clérigos (los arzobispos de Maguncia, Tréveris y Colonia) y cuatro nobles (el rey de Bohemia, el magrave de Brandemburgo, el conde del Palatino y el duque de Sajonia). A estos personajes correspondía decidir entre los dos candidatos principales, Francisco I de Francia y Carlos I.
Carlos I, rey de España y V de Alemania. Aremberg.
Carlos tenía a su favor el ser el jefe de la Casa de Habsburgo, pero en su contra estaba su juventud y el hecho de no ser aún un personaje suficientemente conocido en Europa. Francisco I simbolizaba todo lo contrario, era el rey indiscutido de un rico territorio, Francia; había protagonizado brillantes campañas militares y era unos años mayor que Carlos. Francisco I contaba con el apoyo del arzobispo de Maguncia y del magrave de Brandemburgo, además, era el preferido por el papa León X, temeroso de que sus estados quedaran rodeados por un Emperador que además de serlo controlase también Nápoles. Ante estas dificultades, Margarita de Saboya le propuso a su sobrino Carlos que cediera sus derechos a su hermano Fernando, cuya elección sería más fácil dado que no representaba un peligro para nadie.
Carlos I se mostró inflexible, él era el primogénito, suyos los derechos, y no estaba dispuesto a que nadie lo pusiera en duda. Desde Barcelona escribió a todos los Príncipes Electores recordándoles que habían prometido a Maximiliano I que apoyarían su candidatura, además, les prometió suculentos beneficios económicos. Una vez fijada su candidatura al trono imperial, Carlos dejó en manos de su tía Margarita las negociaciones. En el transcurso de las mismas, se recurrió al soborno, las amenazas e incluso la guerra propagandística entre ambos candidatos. En los meses siguientes una serie de factores jugaron a favor de Carlos. Por un lado, Federico de Sajonia, uno de los electores, se negó a presentar su propia candidatura, como pretendía León X, y apoyó decididamente la de Carlos. Esto provocó que el Papa, ante la posibilidad de convertirse en enemigo del nuevo Emperador, retirase su apoyo al rey francés. Por otro lado, Carlos contó con el dinero de los Fugger, pieza fundamental en el mecanismo de sobornos. Francisco I, abandonado por sus principales apoyos, trató en vano de lograr que Carlos no fuera elegido Emperador, ya que esto supondría que Francia quedase rodeada por los estados de Carlos; para ello renunció a su candidatura en beneficio de Joaquím de Brandemburgo o de Federico de Sajonia, pero este último intento no fructificó.
El 28 de junio de 1519, reunidos los Príncipes Electores en Frankfurt eligieron por unanimidad a Carlos de Gante, archiduque de Austria, como nuevo emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. Carlos I pasaría a ser conocido desde entonces como Carlos V.
La elección le había costado a Carlos la fabulosa cifra de 850.000 florines, desembolsados en tampoco tiempo que no hubo más remedio que recurrir a los banqueros europeos, principalmente florentino, genoveses y, desde luego, a los alemanes Welser y Fugger. Estos préstamos se cubrieron, en gran parte, con las Nada más terminar las Cortes catalanas, Carlos V puso en marcha los preparativos de su viaje al Imperio. Las Cortes de Valencia no fueron convocadas, ante el temor de Carlos V de que esto postergara su viaje más tiempo. En lugar de convocar Cortes, Carlos envió a Valencia a Adriano de Utrecht, como su representante. No obstante, antes de partir era imprescindible convocar las Cortes de Castilla tanto para obtener nuevos recursos económicos como para tranquilizar a la población, preocupada por la posibilidad de perder a su Rey. Dada la premura del viaje, se eligió la ciudad de La Coruña para llamar a las Cortes, ya que esta ciudad estaba cerca del puerto desde el que iba a partir el Emperador.
Cuando Carlos aún se encontraba en Barcelona, una delegación de la ciudad de Toledo trató de entrevistarse con él para presentarle sus quejas. Chièvres impidió el encuentro y los toledanos enviaron cartas a las demás ciudades castellanas lanzando la voz de alarma: (...) sobre tres cosas nos debemos juntar y platicar y sobre la buena expedición della enviar nuestros mensajeros a S.A. Conviene a saber: suplicarle, lo primero, no se vaya destos Reinos de España; lo segundo, que en ninguna manera permita sacar dinero della; lo tercero, que se remedien los oficios que están dados a extranjeros. Es significativo el tratamiento de Alteza que se da a Carlos V en la carta, el tradicional entre los reyes anteriores, mientras que la cancillería real trataba de imponer el de Majestad, que indicaba el origen divino de la monarquía. Otro agravio más que añadir a la lista de quejas ciudadanas.
Carlos V atravesó Aragón y Castilla sin apenas detenerse, desairando así a las ciudades que habían preparado festejos en honor del Emperador. En Valladolid trató de buscar el apoyo de la ciudad, pero a punto estuvo de iniciarse una sublevación por las presiones ejercidas por los consejeros reales sobre los representantes ciudadanos.
Las Cortes se abrieron el 31 de marzo de 1520, en un clima bastante enrarecido por lo que los castellanos consideraban desplantes de su Rey. Faltaron a la cita los representantes de Toledo y Salamanca. Carlos V expuso, por medio de sus delegados, su concepción de Europa, un territorio basado en: el respeto al resto de los pueblos que no se encontraba bajo su dominio, dejando claro que no pretendía conquistar las posesiones de ningún Príncipe cristiano; en la paz universal dentro de la Cristiandad, paz que permitiera fortalecerse para emprender la guerra contra los otomanos, para lo que contaba con los metales preciosos de América; todo ello sería posible gracias a la voluntad de Dios, dejando claro que Carlos V era emperador por deseo expreso de Dios. Ante la situación delicada en la que se encontraba Castilla, Carlos V pronunció en castellano el que sería su primer discurso público:
Todo lo que el obispo de Badajoz os ha dicho, os lo ha dicho por mi mandato, y no quiero repetir sino solas tras cosas: la primera, que me desplace de la partida, como habéis oído, pero no puedo hacer otra cosa, por lo que conviene a mi honra y al bien destos Reinos; lo segundo, que os prometo por mi fe y palabra real, dentro de tres años primeros siguientes, contados desde el día que partiere, y antes si antes pudiere, de tornar a estos Reinos; lo tercero, que por vuestro contentamiento soy contento de os prometer por mi fe y palabra real, de no dar oficio en estos Reinos a personas que no sean naturales dellos y así lo juro y prometo
Pese a las promesas del Emperador, las Cortes se mostraron reticentes a conceder lo que éste solicitaba. Hicieron falta varias sesiones, negociaciones y todo tipo de presiones para que finalmente se alcanzase un acuerdo, que dada la ausencia de Toledo y Salamanca, rozaba la ilegalidad. Finalmente el 20 de mayo de 1520 la flota imperial zarpó de La Coruña, dejando tras de sí un clima de profunda inestabilidad.
Comunidades y Germanías
Antes de que la flota imperial abandonase el puerto de La Coruña, la ciudad de Toledo ya había iniciado la revuelta que desencadenaría la Guerra de las Comunidades. La situación era tal que Carlos V pensó incluso en posponer su viaje para frenar la insurrección.
Las Comunidades y la Germanías.
La primera ciudad en seguir a Toledo fue Segovia, cuya población asesinó a uno de sus enviados a las Cortes de La Coruña, encolerizada por que estos hubiesen acabado concediendo a Carlos V lo que pedía en contra de las órdenes de la propia ciudad. Ante estos hechos, el cardenal Adriano de Utrecht, regente en ausencia del Emperador, convocó al Consejo Real y se inició la represión. Las ciudades amotinadas empezaron a organizar sus milicias ciudadanas. El clero, molesto con Carlos V por el nombramiento de Guillermo de Chièvres como arzobispo de Toledo, apoyó la sublevación. El toledano Juan de Padilla se puso al frente de la sublevación y dirigió las milicias de Toledo en auxilio de Segovia, sitiada por las tropas imperiales. En estos momentos, León, Ávila, Salamanca, Madrid, Medina del Campo y otras ciudades castellanas se unieron a la sublevación. La alta nobleza, molesta por los títulos concedidos por Carlos a sus consejeros flamencos, se mostró pasiva, cuando no colaboracionista, ante la sublevación. Las tropas imperiales, al mando de Antonio de Fonseca, tomaron y saquearon Medina del Campo, lo que provocó la reacción del resto de villas rebeldes que se organizaron en la Junta de Gobierno, conocida como Santa Junta.
En el verano de 1520 el levantamiento comunero llegó a su máximo apogeo. La villa de Tordesillas, donde se encontraba la reina Juana, cayó en su poder y la reina mostró simpatías por el movimiento. No obstante, Juana también mostró su incapacidad para gobernar y fue tajante en su negativa de levantarse contra su hijo Carlos. Cuando el triunfo de la sublevación parecía más cercano, tuvo lugar un hecho que provocaría su completo hundimiento: los comuneros empezaron a levantarse no sólo contra el poder imperial, también contra el poder de los nobles. Esto provocó que los Grandes reaccionaran y, temiendo por sus privilegios, pasaran a la ofensiva. Carlos V, desde el extranjero, supo aprovechar la situación y nombró al Almirante de Castilla, Fadrique Enríquez, y al Condestable, Íñigo de Velasco, como adjuntos del regente Adriano de Utrecht. Poco a poco, las tropas imperiales fueron recuperando terreno y el 5 de octubre de 1520 expulsaban a los comuneros de Tordesillas. El 23 de abril de 1521, con la derrota de los comuneros en Villalar, se pudo dar por finalizada la amenaza, pese a que Toledo no se rindió hasta febrero de 1522.
Cuando los comuneros comprendieron que la reina Juana no podía hacerse cargo del gobierno, trataron de negociar con Carlos V e imponerle sus condiciones. Estas podían resumirse en el ideal de que el poder correspondía al Reino, quien lo entregaba al Rey para que obrase con justicia, pero que podía recuperarlo en caso contrario. Los comuneros trataron de darle una mayor fortaleza a las Cortes a costa del poder real. Como algunos historiadores han apuntado, de haber triunfado, las Comunidades se hubieran convertido en la primera revolución política de la Edad Moderna.
A finales de 1519, la crítica situación que vivía el Reino de Valencia, acentuada por la peste y la negativa de Carlos V de convocar Cortes, estalló en una revuelta antinobiliaria conocida como la Guerra de las Germanías. Las Germanías, pese a su importancia, no fueron comparables con las Comunidades, ya que carecieron de las connotaciones políticas del movimiento castellano. Las Germanías no pasaron nunca de ser un movimiento social ante los abusos de la nobleza y no cuestionaron el poder imperial. A pesar de que ambos movimientos fueron coetáneos, para fortuna de Carlos V, no llegaron a unirse, de modo que cuando las Germanías alcanzaron su momento de máxima extensión, en el verano de 1521, las Comunidades estaban prácticamente agotadas.
Carlos V destacaba por su extrema religiosidad, solía oír varias misas diarias; su espíritu justiciero y su dedicación absoluta a sus deberes regios. El propio Contarini achaca a Carlos V una cierta sequedad en su carácter, que se materializaba en el trato con sus súbditos, a los que además no solía recompensar debidamente, según el embajador italiano:
Es muy poco afable, más bien avaro que liberal, por lo que no es muy querido; no demuestra ser ambicioso de Estado, pero tiene gran ambición de combatir, y desea mucho encontrarse en una jornada de guerra; demuestra también tener gran deseo de hacer la empresa contra los infieles.
Según lo retrataron sus coetáneos, Carlos V era parco en palabras y de carácter moderado. Pese a sus victorias militares no solía hacer alarde de ellas y tampoco era dado a dejarse vencer por las adversidades. Otro rasgo de su carácter era que no perdonaba fácilmente a los que le ofendían. A lo largo de su vida, fueron muchos los comentarios que se hicieron sobre los excesos culinarios del Emperador, excesos que finalmente le llevaron a padecer de gota. Carlos V fue, para sus contemporáneos, un gran estadista, que gozaba de una memoria privilegiada y que dominaba varios idiomas con los que podía comunicarse con sus súbditos; así, Alonso de Santa Cruz dijo de él:
Fue muy agudo y muy claro de juicio, lo cual se veía en él por el conocimiento que tenía de todas las cosas y en las buenas razones que daba de todas ellas. Y conocíase su gran memoria en la variedad de las lenguas que sabía, como eran: lengua flamenca, italiana, francesa, española, las cuales hablaba tan perfectamente como si no supiera más de una.
En la personalidad de Carlos V tuvo una gran importancia el hecho de educarse en la Corte borgoñona de su tía Margarita, una Corte culta en la que se usaba el francés como lengua madre. Pero no se puede olvidar la trascendental influencia de España en su educación, hasta el palacio de Malinas llegaban constantemente las noticias de lo que ocurría en la península Ibérica y Carlos V creció orgulloso de las hazañas realizadas por los compatriotas de su madre. El futuro Emperador creció así imbuido del ideal caballeresco imperante en la Corte borgoñona y la profunda espiritualidad propia de Castilla. Se convirtió en el dirigente de la Orden del Toisón de Oro, al tiempo que se dejó arrastrar por las ideas providencialistas que venían de la Corte hispana; por ello, Carlos se consideraba el brazo ejecutor de los designios divinos. Desarrolló un complejo ideario basado en el premio o castigo divino. Sus éxitos se debían a la disposición divina, al igual que sus fracasos.
El ejército de Carlos V
El fabuloso imperio de Carlos V necesitaba de una poderosa maquinaria bélica para sostenerse en pie y lo fue tanto que llegó a ser lo único sobre lo que el imperio se sostuvo hasta el siglo XVII.
Un hecho fundamental a tener en cuenta al hablar de los ejércitos de Carlos V es la moral. Las tropas imperiales eran, con diferencia, las más motivadas de los campos de batalla europeos. Los tercios, cuya confianza había nacido en las gestas de los Reyes Católicos, se pasearon por Europa de victoria en victoria durante buena parte del reinado de Carlos V y además, lo hicieron capitaneados por el Emperador en persona. Los tercios entraban en batalla creyendo ciegamente que luchaban por una causa justa, sedientos de oro, gloria y hazañas.
La principal característica del ejército imperial de Carlos V fue su heterogeneidad, ya que sus efectivos eran flamencos, alemanes, italianos y desde luego, españoles. Las tropas españolas, los famosos tercios viejos, no eran ni mucho menos las más numerosas, pero si las mejor formadas; su importancia en la batalla consistía en que eran las fuerzas de choque, la elite del ejército cuya presencia era decisiva. Los tercios viejos, sacados fundamentalmente de Castilla, suponían la fuerza de combate más temida de su época y con mucho las mejores tropas de su tiempo.
Un tercio estaba compuesto por unos tres mil hombres, divididos en grupos más pequeños. Los tercios solían agruparse de dos en dos formando coronelías y estas, en su máxima formación, se agrupaban también de dos en dos. Como resultado había pues un máximo de cuatro tercios agrupados en dos coronelías, lo que suponía unos 12.000 hombres, que dada su potencia de choque suponían un muy respetable ejército en sí mismo.
Los tercios eran tropas permanentes, que en tiempos de paz ocupaban una demarcación que les daba nombre. Como mínimo siempre había tres tercios en activo, lo que suponía una gran diferencia con el resto de tropas, que eran mercenarias y que sólo se reclutaban en tiempos de guerra.
Todo este despliegue militar tenía un altísimo coste económico, que acabó por arruinar la Hacienda. Ni la plata americana, ni las rentas de todos sus dominios eran bastante hacer frente a estos gastos.
Sin duda, la infantería de Carlos V era la mejor de la época, pero su caballería era inferior a la francesa y su artillería inferior a la alemana. En cuanto a la marina de guerra, no era permanente en el Atlántico y sólo existía en el Mediterráneo, aquí en gran parte consistía en la flota genovesa de Andrea Doria. No obstante, Carlos V nunca logró desarrollar en el mar algo parecido a la potencia de sus tropas en tierra.
Carlos V se rodeó de un competente equipo de estadistas, provenientes de todos sus dominios, que tuvieron un destacado papel en el Gobierno. El primer personaje clave fue Guillermo de Chièvres, el único privado que Carlos V tuvo en toda su vida. Durante los años en los que Chièvres estuvo al frente de la Administración, los cargos más importantes fueron copados por consejeros flamencos, pero tras la muerte de éste, la Administración se abrió a todos los territorios. Adriano de Utrecht, el canciller Gattinara y Enrique de Nassau fueron otros de los personajes destacados de este primer período.
En una segunda fase, tras la muerte de Chièvres y Gattinara, destacaron personajes como Nicolás Perrenot, y posteriormente su hijo Antonio Perrenot de Granvela; Francisco de los Cobos, el cardenal Tavera, el duque de Alba y Juan de Zúñiga. Hay que destacar la presencia de personajes extranjeros, como el marino Andrea Doria o los banqueros alemanes Welser y Fugger.
En cuanto a los embajadores, dos hombres tuvieron una importancia singular: Pedro de Toledo, marqués de Villafranca, que ejerció como virrey de Nápoles desde 1532 hasta 1553; y Diego Hurtado de Mendoza que ocupó la embajada de Venecia entre 1538 y 1547, para posteriormente pasar a la de Roma.
A todos estos nombres hay que incluir la impresionante nómina de los conquistadores americanos, encabezados por figuras como Hernán Cortés, Francisco Pizarro, Diego de Almagro, Pedro Alvarado, Jiménez de Quesada, Hernando de Soto, Vázquez Coronado, Pedro de Valdivia, Magallanes, Elcano o el virrey Antonio de Mendoza. (de todos ellos haremos una mención más adelante)
La Guerra con Francia
Como ya dijimos, el enfrentamiento con Francia fue una constante del reinado de Carlos V. Este enfrentamiento estuvo casi siempre provocado por la rivalidad con Francisco I, pero ni siquiera la muerte del rey francés puso freno a la lucha.
La derrota francesa en Pavía, espectacular y completamente sorpresiva, no fue tan definitiva como cupiera esperar. Ni la potencia militar francesa estaba agotada, ni Francisco I había sido derrotado por un ejército más poderoso que el suyo, más bien era al contrario. Francisco I perdió la batalla por su imprudencia y por la decisión, o desesperación, de los generales imperiales. A pesar de ello, Carlos V adquirió una posición de fuerza indudable, ya que el rey francés fue trasladado a Madrid como prisionero y, por tanto, el Emperador tenía en sus manos a su principal enemigo. No obstante, esta situación podía derivar en el desmantelamiento de las alianzas diplomáticas logradas por Carlos V, ya que estas se basaban en la amenaza que suponía el belicismo de Francisco I, que, evidentemente, tras su captura estaba seriamente dañado. Además, Carlos V podía aparecer ahora como el soberano que amenazaba la estabilidad del resto de Europa.
Los personajes más allegados a Carlos V le aconsejaron que aprovechara el cautiverio de Francisco I para acabar de una vez por todas con su amenaza, tanto en Italia, como en la propia Francia. Carlos V sin embargo tenía otros planes. Su ideal caballeresco, tan característico en todas sus acciones, le impedía invadir los territorios de un rey que no podía defenderlos, máxime cuando dicho rey era su prisionero. Carlos V pretendía llegar a un pacto ventajoso que supusiera la devolución de todos los territorios conquistados por Francisco I. En las negociaciones de este pacto tuvo una gran presencia la reina madre de Francia, Luisa de Saboya.
Las negociaciones, pese a todo, no fueron fáciles, ya que Carlos V exigía la devolución del ducado de Borgoña, perdido por su bisabuelo Carlos el Temerario. El 14 de enero de 1526 se llegó a la firma del Tratado de Madrid por el que Carlos V se comprometió a no invadir Francia y a devolver la libertad a Francisco I, mientras éste se comprometía a una vez llegado a sus dominios devolver Borgoña a Carlos. El Tratado se formalizaría con la boda entre Francisco I y Leonor de Austria. En prenda del Tratado, Francisco I empeñó su palabra y sus hijos, el delfín y el duque de Orleans, quedaron como rehenes en Castilla. Sin embargo, Francisco I firmó un documento secreto en el que negaba los términos del Tratado y aseguraba que había firmado bajo presión y para salvar su vida.
Tras contraer matrimonio, A finales de mayo, los emperadores dejaron Sevilla rumbo a Granada, donde permanecieron hasta finales de 1526. Allí fue concebido el primer hijo de la pareja, que nacería en Valladolid, el futuro Felipe II. Granada impresionó tanto a Carlos V que posteriormente mandó construir junto a La Alhambra un magnífico palacio renacentista.
Durante la estancia en Granada, Carlos V recibió un memorial de quejas de la población morisca que se comprometió a investigar de inmediato. Se creó una junta eclesiástica presidida por el inquisidor general y el confesor del Emperador que atestiguó la imposibilidad de evangelizar sinceramente a la población morisca granadina, recomendando que los esfuerzos se encaminaran hacia la juventud. Los moriscos, temerosos de los procesos de aculturación que contemplaba la junta, hicieron una oferta a Carlos V que difícilmente podía rechazar: 80.000 ducados a cambio de que se les permitiera conservar sus modos de vida tradicionales. Carlos V decretó que las leyes de asimilación cultural quedaran suspendidas durante cuarenta años.
El 10 de diciembre de 1526 Carlos V, ante la delicada situación que se estaba produciendo en Europa, abandonó su admirada Granada para no volver a verla nunca más. Atrás quedaba probablemente los cinco meses más felices de su vida. Carlos V puso en marcha un colegio para educar a los hijos de los moriscos y sentó las bases de la Universidad de Granada, inaugurada en 1535.
La guerra en Europa
Francia, que estuvo al borde de la derrota total tras la derrota de Pavía, había logrado rehacerse y poner en marcha una importante campaña diplomática. Los mismo motivos que había usado Carlos V para formar la coalición contra Francia fueron usados ahora por Francisco I contra el Emperador. Francia, tan debilitada por las tropas imperiales, ya no suponía una amenaza para el resto de las potencias europeas, sin embargo, Francisco I supo vender a Carlos V como ese peligro ante las principales Cortes del continente.
Enrique VIII, la República de Venecia, Clemente VII, todos se unían ahora con Francisco I frente al inmenso poder acumulado por Carlos V. Nada más producirse la liberación del rey francés, se puso en marcha la nueva Liga, llamada clementina o de Cognac, con el objetivo de expulsar a los imperiales de Milán y Nápoles.
A la amenaza de la Liga Clementina, se unió un peligro aún mayor, Solimán el Magnífico. Francisco I pasó de prometer, en caso de ser elegido Emperador, una gran cruzada contra el Imperio Otomano a buscar su alianza frente a Carlos V. Nada más producirse la derrota de Pavía, una embajada francesa había salido hacia Constantinopla en busca de la ayuda otomana. Solimán vio ante sí la gran oportunidad de entrar en la Cristiandad como libertador en lugar de como conquistador y no estaba dispuesto a desaprovecharla. La segunda guerra hispano-francesa estaba a punto de comenzar.
En la primavera de 1526 Solimán salió de Constantinopla al frente de un poderoso ejército de 100.000 hombres y 300 cañones rumbo a Budapest. Las fuerzas otomanas eran muy superiores a las que cualquier rey de la Cristiandad podía levantar, por lo que el pánico se adueñó de Hungría. El avance turco sobre Hungría fue fulminante. En Mohacs el valeroso Luis II de Hungría decidió plantar batalla con sus escasas fuerzas. Para Carlos V el avance turco suponía una doble ofensa, por un lado por la alianza con Francisco I y la tolerancia del Papa; por otro, Hungría era la antesala de Austria, sus estados patrimoniales. En las orillas del Danubio había tres grandes ciudades: Belgrado, Budapest y Viena, la primera ya había caído en manos turcas durante la primera guerra hispano-francesa; la segunda se hallaba en grave peligro y si caía, Viena, la cuna de su dinastía, se encontraría a merced de Solimán.
Mohacs fue una carnicería, el joven Luis II, no olvidemos que era el marido de la hermana de Carlos V, María; no tenía ninguna posibilidad ante Solimán. Pese a su valerosa actuación, el ejército húngaro era muy inferior a los otomanos. Luis II perdió la vida junto a más de 20.000 de sus soldados. Hungría estaba vencida y María perdía su corona. La noticia del desastre llegó a España en octubre, enviada por el infante Fernando, que aún nadie olvidaba en su Castilla natal; cuando Carlos V se encontraba de luna de miel en Granada. El Emperador convocó al Consejo de Estado inmediatamente en busca de una salida a la crisis. Esto supuso un reconocimiento por parte de Carlos V del error cometido en la personal decisión del Tratado de Madrid. El Consejo de Estado se valió de la red eclesiástica para dar la noticia de la ruina de Hungría:
Que se escriba a los Prelado y a los Superiores de las Órdenes para que hagan que los predicadores y confesores prediquen a los pueblos el peligro de la Cristiandad y las crueldades que los enemigos de la fe hacen en la Cristiandad, para los incitar y mover al remedio (...)
El resultado fue impresionante, por toda Castilla se sucedieron las muestras de indignación y fervor religioso en busca de la ayuda divina, se sucedían las entregas de donativos y se clamaba venganza. La Monarquía Hispánica, exhausta tras la anterior guerra con Francia, se ponía en pie de guerra contra el Imperio Otomano.
Carlos V trató, en primer lugar, de desmontar la Liga de Cognac para después poder unir a la Cristiandad frente a Solimán. Para ello era necesario que el Emperador tomara las riendas de sus dominios y pusiera a trabajar todos sus recursos.
A principios de 1527 Carlos V hizo un inusual llamamiento a Cortes generales en Valladolid. El discurso imperial realizado por Gattinara fue un encendido alegato en favor del Emperador y de la necesidad de luchar contra el poder otomano, Gattinara no se refería a Castilla, lo hizo a España, con la idea de que todos colaborasen en los difíciles momentos que debía afrontar la Monarquía Hispánica y a su frente el Emperador. Pese al alegato de Gattinara, las Cortes se mostraron reacias a conceder más dinero, sólo el brazo eclesiástico se mostró favorable; los nobles se negaron a pagar tributo, alegando que iba en contra de sus privilegios, sin embargo aceptaron formar parte del ejército que levantase el Emperador; las ciudades se negaron ya que aún no habían acabado de pagar los servicios aprobados en 1525. Realmente, las Cortes se reunían cada tres años, por lo que el sistema de pagos de tributos estaba pensado para realizarse en ese plazo, por eso, en 1527 no se había acabado de pagar el servicio anterior. Carlos V entendió las posturas de los distintos brazos de las Cortes y no hizo ningún reproche, sobre todo al exhausto pueblo. De este modo, el entusiasmo bélico despertado en el otoño de 1526 se fue enfriando.
Mientras tanto, la Emperatriz había llegado a Valladolid en avanzado estado de gestación. El 21 de mayo, tras dieciséis horas de parto, nació el primer vástago del matrimonio imperial, Felipe, el futuro heredero de Carlos V. El parto fue tremendamente dificultoso, pero la joven Isabel dio muestras de su fuerte carácter y dignidad. Según cuentan las crónicas de la época, la comadrona que asistía a la reina la instó a que gritara, a lo que la reina contestó, en su portugués natal: Nao me faleis tal, minha comare, que eu morirei, mas no gritarei. Tras el difícil parto, la alegría contagió a la Corte y se prepararon innumerables fiestas para celebrar el acontecimiento. El 5 de junio el recién nacido fue bautizado con un gran despliegue de fastuosidad imperial.
Los festejos por el nacimiento del heredero se vieron repentinamente interrumpidos por una noticia que hizo tambalearse a toda la Cristiandad. Las tropas imperiales, faltas de paga, habían sitiado y asaltado Roma, el Papa estaba prisionero de los soldados, los cuales carecían de control debido a la muerte de su jefe, el duque de Borbón.
El Saco de Roma
A principios de 1527, las tropas del duque de Borbón estaban listas para salir hacia Hungría para combatir a Solimán, pero para cuando se pusieron en camino, el frente se había estabilizado y su presencia ya no era necesaria. Por otro lado, Francisco I, asustado ante lo que había ocurrido en Mohacs, paralizó sus acciones bélicas contra Carlos V y puso en marcha una campaña diplomática orientada a hacer ver al resto de Europa que la culpa del desastre húngaro correspondía al Emperador, al tiempo que trataba de ocultar su alianza con Solimán. Estos dos acontecimientos, dejaron al ejército del duque de Borbón en una situación peligrosa: sin un objetivo y en medio de Italia.
El duque de Borbón, con plena libertad de acción, se lanzó sobre Milán, que recuperó de nuevo, y posteriormente puso rumbo al sur, a Roma. En la ciudad papal se encontraba el enviado imperial Hugo de Moncada, cuyo objetivo era hacer entrar en razón al Papa para que desistiera de su apoyo a Francia o en caso contrario aliarse con los Colonna y hacerle la guerra. La situación en la Ciudad Eterna era muy tensa, debido al cruce de amenazas entre Clemente VII y Hugo de Moncada. Al mismo tiempo, Carlos de Lannoy, virrey de Nápoles, levantó en sus territorios un pequeño ejército que amenazaba Roma desde el sur. No obstante, la gran amenaza era la que representaba el duque de Borbón, que marchaba hacia el sur con una formidable fuerza de 25.000 soldados a los que continuamente se añadían más tropas, atraídas por la posibilidad de botín.
Los mandos del ejército imperial del duque de Borbón, perdieron el control en la Toscana. Ante la falta de pago, los mercenarios se revelaron y empezaron a arrasar todo el territorio, los oficiales al mando sólo pudieron seguir a sus hombres para evitar males mayores. A la llegada a Roma exigieron un rescate de 300.000 ducados que Clemente VII no pudo satisfacer, por lo que entraron en la ciudad y la saquearon. En el asalto falleció el duque de Borbón, por lo que la anarquía se adueñó de las tropas. Lo que ocurrió a continuación ha pasado a la historiografía como el Saco de Roma, uno de los episodios más violentos del Renacimiento italiano.
Roma (Italia). Castillo de Santangelo.
Carlos V se enfrentó a acusaciones gravísimas, ante el estupor de la Cristiandad. Hasta los pueblos bárbaros de la Antigüedad, aquellos que habían acabado con el Imperio Romano, habían respetado Roma, sin embargo, las tropas de un emperador cristiano la habían saqueado. Para defenderse de las mismas, el Emperador puso a trabajar a sus mejores hombres, encabezados por Gattinara. El encargado de dar respuesta a las graves acusaciones lanzadas por el Papado fue el humanista Alfonso de Valdés, en su categoría de secretario de cartas latinas. Carlos V, a través de Valdés, envió cartas en latín a todos los príncipes de la Cristiandad, en las que se mostraba dolido por las acusaciones, repugnado por los actos de sus tropas y daba al mundo su versión de los hechos. Valdés no sólo defendió al Emperador, fue más allá, y presentó los acontecimientos como un castigo divino hacia un Papa que había dejado a un lado sus deberes como cabeza de la Cristiandad.
El Saco de Roma no hizo más que legitimar la alianza de Francisco I con Solimán, ya que sí el Emperador había saqueado la ciudad papal, un rey cristiano podía aliarse con los infieles. El Saco dio fuerzas pues a Francia, que rompió su aislamiento y provocó que se equilibraran las fuerzas. Enrique VIII, por su parte, pasó a apoyar abiertamente a Francisco I. Por otro lado, con Clemente VII prisionero, se alcanzó un acuerdo por el cual el Papa recuperaría la libertad a cambio de 400.000 ducados. La situación pues, se estabilizó tras el asalto a Roma.
1528, el regreso de las hostilidades
En el verano de 1527 la Corte se trasladó a Palencia debido a un estallido de peste en Valladolid. En otoño de ese año, ante las dificultades de alojamiento, la Corte se trasladó a Burgos. En todo ese tiempo, la situación internacional no dejó de complicarse y Carlos V tenía serios problemas en Italia, donde su ejército se encontraba disperso ante el avance de los franceses.
Francia, Inglaterra y Venecia, declararon la guerra a Carlos V, basándose en la necesidad de liberar al Papa. No obstante, el Papa ya había sido liberado, por lo que la argumentación carecía de valor.
En febrero de 1528 Carlos V convocó las Cortes en Madrid para obtener nuevos fondos y hacer jurar a su heredero. Hay que tener en cuenta, que como en las Cortes de 1527 no se había otorgado servicio alguno, el Emperador respetaba el plazo de tres años entre unas Cortes y otras; por ello, obtuvo 400.000 ducados.
La situación en Italia se hacía cada vez más desesperada. El poderoso ejército francés, acompañado por la flota de Andrea Doria, se dirigió directamente sobre Nápoles, mientras que la nobleza local se sublevaba contra el dominio español. Cuando todo parecía estar perdido para los defensores imperiales se produjeron dos acontecimientos que cambiarían el rumbo de la Historia. Por una lado, Andrea Doria, cansado de los incumplimientos franceses, cambió de bando y pasó al servicio de Carlos V; por otro, el ejército francés fue atacado por la peste y tuvo que retirarse a toda prisa. Nápoles se había salvado.
La liberación del Papa y el desastre del ejército francés, podían poner las bases para alcanzar una paz que diera respiro a Carlos V. Había además otro asunto que tendría una enorme repercusión en el futuro, Enrique VIII había empezado los trámites para anular su matrimonio con Catalina de Aragón, la tía de Carlos V. Todo esto suponía el fin de la Liga Clementina. Se contempló entonces un arriesgado proyecto de invadir Inglaterra, pero finalmente fue desechado.
En junio de 1528, Margarita de Saboya firmó una tregua entre los Países Bajos e Inglaterra, que suponía el primer paso para la paz. Francisco I aún mandó un nuevo ejército contra Carlos V, con la idea de recuperar el Milanesado, pero Antonio de Leyva lo derrotó en Landriano el 21 de junio de 1529. Tras esta derrota, y gracias a la intervención de Margarita de Saboya y de Luisa de Saboya, se firmó la Paz de Cambrai el 3 de agosto de ese mismo año. Carlos V renunciaba a Borgoña y Francisco I lo hacía al Milanesado, Génova, Nápoles y al señorío sobre Flandes. Además, Carlos devolvía a los hijos del rey francés a cambio de dos millones de ducados. El tratado se ratificó con el enlace entre Leonor de Austria y Francisco I.
La Dieta de Ratisbona y la amenaza sobre Viena
El embajador de Venecia en Constantinopla, un puesto de gran importancia en la época, fue el que dio la voz de alarma en la Cristiandad. Venecia, como potencia comercial que tenía negocios con Constantinopla, tenía una embajada permanente en tierras otomanas, embajada que además de su cometido comercial cumplía una importante labor de espionaje que frecuentemente se ha minusvalorado.
Ante la amenaza de Solimán, Carlos V reaccionó pidiendo el apoyo de toda la Cristiandad, ya fueran católicos o protestantes. En esos momentos, tanto unos como otros reconocían los esfuerzos imperiales por alcanzar un acuerdo y llegar a una solución del problema religioso, por lo que todos respetaban la autoridad del Emperador. No obstante, para hacer frente a Solimán, Carlos V necesitaba más recursos de los que el Imperio tenía, necesitaba la unidad de todos los Príncipes.
A principios de 1532 se convocó la Dieta de Ratisbona, en la que Carlos volvió a hacer un llamamiento en favor de la paz en la Cristiandad y por la guerra contra los turcos. Los esfuerzos pacificadores fueron reconocidos por todos y Carlos V consiguió un ayuda importante que le permitió levantar un ejército de 100.000 hombres. Todos los territorios de Carlos V colaboraron en la formación de este ejército, incluso su hermano Fernando mandó un contingente importante de soldados checos, pero una vez más, fueron los tercios viejos los que formaron la fuerza de choque, el orgullo de la infantería imperial. También llegaron nobles de todos los lugares, acompañados de sus propias huestes. La aportación económica también fue considerable, 500.000 ducados, lo que quedaba del rescate de los hijos de Francisco I, fueron enviados desde Castilla que además, sumó ciento ochenta millones de maravedís aprobados por las Cortes; el virrey de Cataluña envió 70.000 ducados. Todos estos fondos se completaron con las aportaciones particulares de los principales nobles, entre los que destacó la duquesa de Medina-Sidonia que dio 50.000 ducados. Los Países Bajos concedieron importantes subsidios y el rey de Portugal envió 100.000 ducados. En definitiva, un despliegue militar y económico sin precedentes.
Carlos V se puso al frente de su ejército y marchó hacia Viena para encontrarse con el ejército turco. El ejército otomano encontró una inesperada resistencia en Güns, una fortaleza a 100 kilómetros de Viena, que frenó su avance en agosto de 1532. Mientras, Carlos V continuaba su avance. Solimán no llegó a atacar Viena, pero empezó a plantearse la retirada ante la oposición encontrada. El 27 de septiembre, tras varios choques menores entre las vanguardias de ambos ejércitos, de los que salieron vencedores las tropas de Carlos V, Solimán el Magnífico inició la retirada. No se había producido la gran batalla entre ambos emperadores, pero Carlos V había logrado expulsar a Solimán.
La expedición a Túnez
La expansión de la Monarquía Católica por el sur del Mediterráneo se vio interrumpida en 1516 por la muerte de Fernando el Católico. Esto fue aprovechado por Arug Barbarroja y su hermano Khair, para hacerse con el control de Argel. A partir de entonces, los corsarios de Argel protagonizaron diversas razzias sobre las costas hispanas.
La marcha de Carlos V a Italia en 1529 dio nuevas fuerzas a Khair Barbarroja (Arug había muerto en 1518), que multiplicó sus ataques por el Mediterráneo occidental. Pese a los insistentes ruegos de la Emperatriz, los esfuerzos bélicos de Carlos V estuvieron en otros frentes y la flota imperial estaba ocupada en el Mediterráneo oriental en lucha contra los turcos.
El 2 de agosto de 1534 Barbarroja, que había sido nombrado almirante de la armada turca, se apoderó de Túnez, cuyo rey Muley Hasan era feudatario de Carlos V. Además, el corsario argelino había atacado Nápoles. Esto suponía un ataque directo a los intereses imperiales en el Mediterráneo, ya que Barbarroja no sólo era un corsario, era el almirante de la flota turca en el Mediterráneo occidental, con lo que todos los territorios de Carlos V en Italia corrían peligro. El Emperador ordenó la movilización general en todos sus territorios del Mediterráneo.
Antes de emprender ninguna acción eran necesarios nuevos fondos, con este fin se convocaron las Cortes de Castilla en Madrid. El discurso inicial fue semejante al de Monzón, donde Carlos V había logrado algunos éxitos en cuanto a sus prerrogativas regias, pero no había conseguido el dinero que buscaba. Por lo tanto, correspondía de nuevo a Castilla sufragar los gastos de la defensa de la Monarquía. Las Cortes otorgaron 200.000 ducados, todo lo que podían dar, pero insuficientes.
Carlos V empezó a movilizar las tropas, para ello solicitó la participación de las Órdenes Militares, pero la respuesta fue decepcionante. Cuando parecía que la expedición a Túnez se iba a postergar de nuevo, llegó una fabulosa noticia, la flota de Indias llegó con más oro y plata del que había traído nunca. Pizarro acababa de conquistar el rico Perú y los tesoros incas, mucho mayores que los aztecas, llegaban a España para colmar las exhaustas arcas. Desde ese momento, las remesas de América se incrementaron de forma espectacular, a partir de 1535 llegaban a Sevilla una media de 300 millones de maravedíes anuales.
Francisco Pizarro.
El dinero llegado de América, más los 200.000 ducados de las Cortes de Castilla, más otros 800.000 obtenidos de préstamos de particulares y las cantidades aportadas por el clero, las Órdenes Militares, la Mesta y los impuestos sobre la seda granadina, hicieron subir los fondos del Emperador hasta los dos millones de ducados.
Resuelto el problema económico, la flota se empezó a reunir en Barcelona. El Emperador mantuvo en secreto su deseo de ponerse una vez más al frente de sus tropas. Tanto sus consejeros más cercanos como la Emperatriz, conocieron a última hora sus planes y trataron de disuadirlo sin éxito. Además de derrotar a Barbarroja, Carlos V pretendía visitar sus reinos italianos.
Carlos V contó en esta ocasión con el apoyo entusiasta del nuevo papa, Paulo III, que puso a su disposición seis galeras y presionó a Francisco I para que no iniciara la guerra de nuevo. Por si el rey francés ignoraba los designios papales, Carlos V envió una alta suma de dinero a los Países Bajos para armar un ejército en el caso de que Francisco I atacase. Además, buscó el compromiso de los príncipes alemanes de atacar Francia si Francisco I hacía algún movimiento. Tras la ofensiva diplomática para dejar seguras sus fronteras, Carlos V puso en marcha la movilización de sus ejércitos. Ocho mil hombres fueron reclutados en Castilla y otros tantos landsquenetes en Alemania. Los tercios viejos de Italia se pusieron en marcha y miles de soldados italianos fueron reclutados. A estos se sumaban, la Orden de San Juan y una poderosa flota portuguesa. En total las fuerzas imperiales contaban con unos 30.000 soldados, a los que había que sumar los aventureros y las fuerzas aportadas por los nobles españoles, portugueses, flamencos, borgoñones e italianos. Tal apoyo se debió al espíritu de cruzada que envolvía a la expedición, pero también a la fama de Carlos V.
El 31 de mayo de 1535 la flota imperial salió del puerto de Barcelona entre el júbilo de los congregados. Carlos V, el Emperador de la Cristiandad partía a la cruzada contra el Turco. La flota imperial navegó hacia Cagliari (Cerdeña) al encuentro del resto de las fuerzas, las tropas italianas y alemanas mandadas por el marqués del Vasto. El 15 de junio las fuerzas imperiales ocuparon Puerto Farina, junto a las ruinas de Cartago. En los dos días siguientes el ejército desembarcó y se estableció una sólida cabeza de puente. Era fundamental mantener abiertas las rutas marítimas ya que por mar tenían que llegar los aprovisionamientos del ejército. No obstante, pese a los esfuerzos de la flota, pronto empezó a fallar el avituallamiento, por lo que se recurrió al mercado negro. Las inclemencias climáticas y las malas condiciones alimenticias empezaron a amenazar el ejército, por lo que urgía tomar una plaza fuerte, La Goleta. Tras un mes de continuo avance, Carlos V llegó a los muros de la fortaleza y se lanzó al ataque. La inexpugnable plaza de La Goleta fue batida durante horas por la artillería de la flota imperial y de las piezas de tierra, hasta que finalmente se abrió una brecha en sus muros por la que entraron los tercios viejos españoles. El 16 de julio de 1535 La Goleta cayó en manos imperiales.
A la conquista de La Goleta, la plaza marítima más importante de Túnez, se unió la noticia del nacimiento de una nueva hija del Emperador, la princesa Juana. Ante este triunfo se planteó el interrogante de si había que seguir adelante o si ya se había cumplido el objetivo de la misión. La captura de La Goleta significaba que las flotas de Barbarroja ya no podrían partir desde Túnez, pero Carlos V quería más, deseaba derrotar completamente a su enemigo en Túnez. La toma de La Goleta había supuesto además la captura de 85 barcos y 200 cañones.
El 20 de julio el ejército se puso de nuevo en camino, con el objetivo de capturar Túnez. La mayor dificultad del ataque era la época del año, en pleno verano las armaduras imperiales se convertían en trampas mortales, al tiempo que la sed hacía mella entre las tropas y se producían violentos enfrentamientos por la posesión de los pozos de agua. Barbarroja confiaba en el clima para derrotar al ejército de Carlos V, no habituado a semejantes temperaturas. En medio de estas penalidades ocurrió un hecho inesperado, aprovechando que las tropas de Barbarroja habían salido de la ciudad para defender los pozos de agua, los miles de esclavos cristianos que se encontraban en el interior se sublevaron y se adueñaron de la fortaleza. Barbarroja no tuvo más remedio que huir y Carlos V entró en Túnez prácticamente sin resistencia. Sólo faltaba, para que la victoria fuera total, la captura de Barbarroja, pero a pesar de que Andrea Doria le persiguió hasta Argel, el corsario logró darse a la fuga. En Túnez Carlos V se apoderó de unas comprometedoras cartas de Francisco I que probaban una alianza entre Francia y Barbarroja.
Tras la asombrosa victoria del Emperador, se dio por concluida la campaña y Carlos V inició los preparativos para desplazarse a Sicilia. En España no se entendió bien el motivo por el que el Emperador no había perseguido a Barbarroja hasta Argel, así lo expresó la Emperatriz:
Quedo con gran deseo de saber la determinación que V. M. había tomado después de la venida de Jorge de Melo, así con el rey de Túnez como en lo demás que se había de hacer en el armada. Espero en Dios que será lo que más convenga a su servicio, que lo que acá deseamos es que se acabase de destruir ese corsario, y se le tomase a Argel, pues yendo tan desbaratado paresce que se podría hacer agora con más facilidad que en otro tiempo, demás de acabar de limpiar la mar de las galeras que le quedaron y otras fustas que andan haciendo daño por estas costas. Lo cual se podrá bien efectuar sin poner V. M. en ello su imperial persona.
Carlos V no siguió estos consejos y se marchó a Sicilia. Al igual que ocurrió con Francisco I en Pavía, Carlos V no apuró su victoria hasta el final, quizá por ser esto contrario a su espíritu de caballero. No obstante el Emperador tenía sus motivos para no continuar la campaña, por un lado, entre Túnez y Argel había una gran distancia, por otro el ejército estaba agotado por los rigores del clima y por último, las provisiones estaban agotadas y podía ocurrir el desastre. Barbarroja aprovechó la situación para lanzar a las fuerzas que le quedaban sobre Menorca. Conquistó Mahón, asoló la isla y capturó gran cantidad de esclavos. En España creció el malestar general ya que se entendía que la toma de Túnez sólo beneficiaba a los territorios italianos del Emperador, mientras que España, que tanto había contribuido a la victoria, era la pieza sacrificada. Carlos V permaneció en Sicilia durante el otoño de 1535 y posteriormente pasó a Nápoles, donde estuvo todo el invierno. En aquellos momentos, los intereses del Emperador se encontraban en Italia, en afianzar su dominio sobre Italia que equivalía a hacerlo sobre Europa entera; mientras que España tenía que pasar a un segundo plano.
Saludos
