
Un duelo; eso es lo que venía yo manteniendo con un cochinazo desde hace tiempo; ése sí, tremendo. La primera vez que lo vi físicamente fue el año pasado, en junio. Yo venía preparando con mucho mimo un cebadero para que tirase mi hijo, y había visto las huellas de un jabalí muy grande. Pero por la naturaleza del terreno no podía precisar si eran suyas o de una hembraza alfa que comandaba una piara numerosa y variada. Otra segunda piara frecuentaba el terreno, pero estos jabalíes eran, o a mí me lo parecían, de menos cuerpo. La ensalada de huellas difusas y las hozaduras acababan por emborracharme la vista y disparaban mi imaginación. La ubicación del puesto tampoco me permitía instalar ninguna trail cam, porque hubiera sido como regalarla. No quise hacer aguardos allí hasta que mi hijo hubiese terminado el curso y estuviera en condiciones de acompañarme. Por fin, llegó el día esperado; íbamos a celebrar el día de su Santo y las calificaciones que había obtenido con una espléndida noche de caza.
Yo sabía que íbamos a tirar casi con total seguridad, porque entraban a diario y los sacos de 25 kg. de grano desaparecían en un visto y no visto. El día previsto, a finales de junio, espléndido y caluroso, nos pusimos pronto, porque entraban a comer bien temprano. Al poco de habernos instalado en acanalamiento provocado por la escorrentía que iba a parar a la rambla, oímos latir unos perros, encabezados por un podenco asilvestrado y, al poco, tal y como esperaba

cuando oí ladrar a los perros en la rambla, aparecieron los jabalíes que, comandados por la hembra guía, se encaramaron a un montículo para observar el comedero, bajaron después calmosamente y, perdiéndose de vista en el curso de la tupida rambla, aparecieron súbitamente ascendiendo por una suave pendiente perpendicular al comedero. El olor de la comida les excitó y apretaron el paso para acomodarse y comerse el grano.
Con bastante luz todavía, indiqué a mi hijo que tuviera paciencia, que no disparase aún, que había tiempo de sobra, que observara a los jabalíes mientras yo observaba con cuidado para escoger una pieza hermosa, pero que no fuese una hembra con rayones, que también las había. En esto estaba cuando veo de refilón asomars la cabezota por la rambla un machazo; sin duda el señor de la piara, que se para y toma aire. Receloso, decide entrar, pero taimado, agachándose estirando las patas, igual que si de un felino de caza se tratara. Ése era el momento de haberle disparado; pero quise dejarlo cumplir bien para que mi hijo lo viera y aprendiera a hacer las cosas como es debido, a la vez que disfrutaba y ejercitaba la paciencia. Le indiqué que se agachara y aguardase a que estuviera con los demás en el cebadero. Pero hubo algo que de algún modo le alertó y, cuando levantamos la cabeza para ver dónde estaba, se había ido dejándonos con cara de tontos

. Todo transcurrió en unos instantes. Me sobrepuse al malhumor del momento, seleccioné un machete de unos 70 kg., que estaba chuleando a otros algo más pequeños de talla, no dejándolos comer en paz y un certero disparo al codillo lo dejó seco en el sitio, pues no se movió al recibir el tiro. Aún no he conseguido oir el paf ese que dicen algunos que se oye cuando impacta la bala en la pieza. ¡Qué le vamos hacer!
Allí acabó la espera; pero no mis aventuras con el jerifalte. Un año casi de jugar al ratón y al gato con él; una faena maravillosa que me hizo la hembraza alfa de la piara y que le valió el indulto, sin ella saberlo, por su entrega y generosidad para con los demás ... Pero el artero del jabalí... Nada, sólo huellas esporádicas y erráticas, pero ninguna evidencia clara de que fuese él hasta hace unos días...
Sabía que había vuelto a entrar con regularidad, escudándose en los demás, según acostumbraba. Pero yo no lograba "encerrarlo". El permiso por daños avanza; el agricultor, mosqueado, los perdiceros, atacados y yo... en medio. Sin embargo, había observado que sus éxitos y los meses transcurridos sin que nadie pegara un tiro por allí le habían envalentonado y no faltaba a sus citas con la pitanza de manera regular. Dado que su encame está muy cerca, me dije: el cabronazo éste o entra de día, con bastante luz, o bien a primera hora de la mañana, cuando vuelve a su morada. A sacrificarse tocan, me dije.
De modo que armado de paciencia, me dispuse a esperar toda la noche. Iba a por todas. A la caída de la tarde perdices, conejos, alguna liebre, una zorra... Y el silencio cada vez mayor, que se adueñaba del campo, sólo interrumpido por el lejano ruido proveniente de una autovía. Un mochuelo okupa que había tomado posesión de mi covachuela se para en la tronera y, tras mirarnos casi un minuto a los ojos, decide irse. Pues hasta más ver y esta noche búscate el abrigo en otro sitio.
Me equivoqué esta vez. A las 10:30 en punto (siempre miro el reloj cuando siento a los jabalíes), ¡ay, ay!, oigo resoplar con fuerza. Mi "morlaco" está ahí, no puede ser otro, tomando aire. Lo tengo; es mío. Agarro los Steiner de 8x56: majestuoso, impresionante alzada, mandíbula superior abultada, pelos enhiestos, enorme cabezota, rabo airoso. No hay tópico sobre el comportamiento de un macho de jabalí hecho y derecho que no cumpla. Está nervioso y yo también. Comienza a comistrajear, seguramente tal y como lo viene haciendo y empieza a calmarse, pero no del todo. Come más. Es el momento de echarse el Sauer a la cara. El visor Zeiss lo perfila estupendamente. El puesto, situado con respecto al nivel del suelo con una modesta elevación que no llega a los dos metros, permite siluetear perfectamente con el animal. No es momento de recrearse demasiado, que está inquieto y estos jabalíes suelen comer poco y deprisa.
Quito el seguro; fijo la retícula iluminada en el codillo... pero no, veo bien y voy cogiendo confianza. Calma, el jabalí come andando a unos 50 metros y yo lo sigo con la retícula... ahora paso al cuello... tampoco. La base del cráneo, a la altura de la oreja y ligeramente trasero. Nunca he fallado ni me ha fallado el tiro... ¡Ya! Aprieto el gatillo y el cartucho del 7 mm RM revienta la noche. El jabalí cae redondo. Acerrojo, pero pongo el rifle sobre mis rodillas y echo mano de nuevo a los prismáticos para recrearme en la suerte. Está patas arriba; de repente se tumba, mueve las patas. Eso no me gusta un pelo y echo mano al Sauer, porque un tiro ahí los deja secos. Cuando enfoco por el visor, ¡está de pie! No puede ser. No vuelvo a tirar. Innecesario. Imposible, ahora cae. Presiono el gatillo, pero no sé por qué no disparo, pues lo tengo tan metido en el visor puesto a tres aumentos que parece que me lo voy a comer. El jabalí echa un trote. Ahora sí que caerá, me digo idiotamente aunque lo he perdido de vista. Entre las matas estará, vuelvo a pensar. Recojo los trebejos con relativa tranquilidad y echo mano de la linterna. ¡No lo veo! Y me da un bajón de adrenalina tremendo. Casi me caigo y me da por temblar de la rabia y la desolación que me entra

. Después

. No me lo puedo creer, pero lo cierto es que ese cuerpazo no lo encuentro. La lucidez se hace en mi mente y sé perfectamente lo que ha sucedido, a la vista de la sangre que ha dejado el jabalí donde tenía apoyados el cogote y el pescuezo cuando estaba patas arriba: en el momento de disparar a la cepa de la oreja, bajó la cabeza para comer y el disparo lo peinó, dejándolo conmocionado. Entonces supe que no lo encontraría, porque un disparo certero en esa zona no deja andar a ningún animal ni un paso.
Mi exceso de confianza y mi inveterada costumbre de colocar el tiro tras la oreja me la habían jugado esta vez. Y qué jugada. No se me va de la cabeza y ya han transcurrido unos cuantos días. No lo asimilo. El fallo ese me ha deshecho la moral y la autoestima, tanto más cuanto que pude perfectamente doblar el tiro en dos ocasiones y no lo hice. ¿Cómo estaría yo? Menudo agilipollamiento tenía. No para de autoflagelarme. En fin, supongo que pasará.
Como ves, compañero pacodealba, yo sí que me lucí el pelo.
Un abrazo y cuídate.