La batalla de Wimpfen se libró el 6 de mayo de 1622 durante la primera fase de la guerra de los Treinta Años. El campo de batalla se encontraba entre Wimpfen y Heilbronn. El combate terminó con la victoria de las tropas católicas españolas y bávaras al mando del conde de Tilly y Gonzalo Fernández de Córdoba.
Esta es la historia de otra batalla olvidada, en la que una vez más, una jornada que se tornaba en derrota acabó en finalmente en victoria por el aguante temerario en la línea de un Tercio Español.
Tuvo lugar en Wimpfen, al comienzo de la Guerra de los Treinta Años, un 6 de mayo de 1622, cuando después de que las unidades hispanicas e imperiales hubieran cedido y solo quedara en pie el Tercio de españoles de Gonzalo de Córdoba, que algunos cifran en 700 y otros en mil, como un muro inexpugnable erizado de picas por los cuatro costados aguantó las cargas de la caballería y de la artillería protestante de Federico de Baden-Durlach.
Estamos en 1622, España ha conquistado el Palatinado inferior a causa de la traición de Federico el Elector Palatino al aceptar el trono de Bohemia, usurpado al Emperador Fernando, lo que causa el comienzo de la Guerra de los Treinta Años. A principios de año, el Palatino había vuelto a intentar recobrar sus dominios y planeaba la convergencia de tres ejércitos sobre sus estados: El de el Conde Ernesto de Mansfeld desde Alsacia, el de Federico de Baden Durlach desde Baden (al sur) y el de Cristian de Brunswick-Halberstadt desde el norte (atravesando el río Meno).
Al mando de las tropas hispánicas en el Palatinado inferior estaba el maestre de campo general Gonzalo Fernández de Córdoba. También por intereses que se salen del propósito de esta entrada, existía un ejército bávaro al sur del río Neckar comandado por el maestre de campo general Tilly, jefe del ejército de Maximiliano de Baviera. A finales de abril de 1622, Mansfeld apareció de repente al sur del Neckar, sorprendiendo al ejército de Tilly. La situación era grave, y tras un encuentro en Mingolsheim, en el que Tilly fue derrotado (pero no deshecho) por Mansfeld, huyó éste con el ejército católico hacia el sureste, refugiándose en una villa del río Neckar llamada Wimpfen.
Mientras se fortificaba solicitó urgentemente la ayuda de Gonzalo de Córdoba, que se hallaba acantonado en Kreuznach, avisándole de que Mansfeld se encontraba en la zona con un ejército y que Federico de Baden-Durlach había llegado a Heilbronn con otro. Entretanto Federico el Palatino, que iba con Mansfeld, se fue apoderando de las villas principales situadas al sur de Heidelberg, resolviéndose luego a ir sitiar Ladenburg, villa sobre el Neckar con un punto de cruce estratégico del río Neckar que se le podría negar a los españoles si estos decidían acudir en socorro de Tilly. Esta maniobra obligaría a los tercios a seguir la ruta de las montañas del Odenwald, ocasionándoles un retraso que podía resultar decisivo si finalmente decidían ir al rescate de Tilly y de su ejército.
Córdoba no las tenía todas consigo, pues para ir en socorro de Tilly debía dejar expuestas todas las plazas ganadas durante los dos años anteriores con la amenaza que suponía el ejército protestante de Cristian de Brunswik, que según todas las noticias venía acercándose desde el norte del río Meno. No obstante, don Gonzalo decidió reforzarlas bien de gente y pertrechos para que pudieran resistir un asedio y marchó en socorro de Tilly, cruzando el río Rin por Oppenheim. Conocedor del sitio que Mansfeld había puesto a Ladenburg sobre el río Neckar, tomó el camino de la montaña por la localidad de Bensheim. Conscientes los españoles de lo que estaba en juego, fueron marchando a jornadas forzadas haciendo de tripas corazón y deseosos de llegar a tiempo de poner remedio a la comprometida situación en que se hallaban los imperiales.
Tras una agotadora marcha, el ejército de Gonzalo de Córdoba salió de las montañas a la altura de una villa situada en las riberas del río Neckar que tenía guarnición imperial, caminando a partir de ahí por sus orillas aguas arriba y siendo vitoreados por los soldados bávaros e imperiales que presidiaban los fuertes de aquella zona, hasta llegar a Wimpfen.
Mientras los ejércitos católicos se reunían en la villa de Wimpfen, Federico de Baden-Durlach, que después de la batalla de Mingolsheim se había separado de Mansfeld y había acudido con su ejército a finiquitar a Tilly, había dejado a sus espaldas Heilbronn por la margen izquierda del río Neckar, teniendo a la su izquierda un bosquecillo y al frente una gran llanura, con Wimpfen al fondo. Sus infantes y caballos pasaban de 16.000, y su artillería constaba de diez cañones gruesos, siete medianos, dos trabucos y un dispositivo formado por carros dotados de puntas afiladas en las ruedas y pedreros arrastrados por caballos que podían formar parapeto y desplazarlo en plena batalla, haciendo de estos artefactos un obstáculo formidable. Pretendía el protestante con tales dispositivos reforzar su poder combativo y acrecentar el temor en los católicos.
Para oponerse al ejército de Durlach, las tropas de Tilly, menoscabadas por los heridos y los muertos sufridos en Mingolsheim, y por la obligación de guarnicionar las villas de su dominio, apenas llegaban a 9.000 hombres y 8 piezas de artillería. Don Gonzalo traía 700 Españoles de su Tercio Viejo de Nápoles (otras fuentes dicen que 1.000), los Alemanes del Coronel Bauer y del Conde de Emden en dos regimietnos y la caballería a las órdenes del Comisario General Berenguel, sumando en total unos 5.000 infantes y 2.000 jinentes.
Apenas había comenzado el consejo entre Tilly, Córdoba y sus generales, y descansado los agotados hispánicos tras su larga marcha, cuando las tropas de Tilly dieron señal con un cañón de que el enemigo atacaba. Se dio la alarma, y en un abrir y cerrar de ojos no hubo soldado fatigado que no recobrase el vigor, atravesando las unidades rápidamente el puente que tenía Tilly para cruzar el Neckar hasta su margen izquierda, y cruzando por el burgo de Wimpfen hasta la llanura donde se iba a dar la batalla.
Mientras esto sucedía, el consejo militar decidía la disposición que habían de llevar las tropas católicas en la batalla, según las características del terreno. En total, el ejército católico se iba a disponer en ocho batallones, siendo el ala derecha para los hispanos: colocando su caballería en el flanco, luego el Tercio de Españoles de Don Gonzalo de Córdoba (Tercio Viejo de Nápoles), a continuación los regimientos de Alemanes del ejército español (Bauer y Endem), y un buen trecho más allá en el ala izquierda los batallones de infantería de Tilly, cerrando la caballería imperial el flanco izquierdo.
Dispuesto el ejército, enviaron partidas de exploradores a reconocer al ejército enemigo y a averiguar sus intenciones, con el apoyo de una manga de mosquetería. Y refugiarse en unos bosques descubrieron que el ejército de Durlach formaba en 11 grandes batallones y se extendía desde el Neckar hasta una aldea llamada Biberach, detrás de la cual escondía al parecer mayor número de soldados, lo que hizo sospechar que pudiera estar preparando una emboscada. La caballería protestante estaba dispuesta en ambos flancos en grupos de mediano tamaño. Y aunque en un principio se entendió que el protestante se acercaba para dar batalla, solo tenía intención de hacer algún avance, sobreviniendo antes la noche y cesando las operaciones esa jornada del 5 de mayo.
Finalmente amaneció el día 6 de mayo, teniendo a la vista al ejército enemigo en el lugar en que lo dejaron la tarde anterior. Tilly y Córdoba avanzaron hacia una torre que atalayaba el campo en unas lomas situadas en la parte central de la llanura, en la que soldados de Durlach señalaban con señales de banderas los escuadrones y las tropas a medida que las iban divisando. De esta manera fue advertido el de Baden-Durlach de que los católicos estaban a tiro de cañón, ordenando éste que se comenzara a batirlos: con resultados tan mortales que para evitar más pérdidas, Don Gonzalo mandó plantar algunas piezas que le había enviado Tilly.
El general bávaro hizo otro tanto en su ala, y el resultado del cañonear católico también empezó a hacer mella en el enemigo, especialmente al adelantar Don Gonzalo sus cañones, forzando a Durlach a desalojar apresuradamente a la gente que tenía oculta en su ala izquierda tras Biberach con intenciones de hacer una emboscada. Con estas escaramuzas y sin otros hechos de importancia fue pasando la mañana, hasta que finalmente se adivinó la intención del contrario, que no era otra que dar tiempo a que sus tropas pudieran atrincherarse detrás del parapeto móvil formado por los carros y pedreros, que presentaba una temible barrera que circundaba al ejército protestante, obligando al ejército católico a atacar la posición fortificada o a retirarse (algunas fuentes dicen que este tiempo muerto en plena batalla, que duró de once de la mañana a dos de la tarde se debió al calor, cosa que extraña en Alemania en el mes de mayo).
Más Don Gonzalo y Tilly, no permitiéndole que dispusiese el protestante sus escuaderones a gusto tras la línea de carros, se apresuraron a la batalla, y a las tres de la tarde, corriendo por sus escuadrones, les fueron dando nuevos bríos a sus soldados, diciéndoles que:
Marchasen con gran firmeza a pelear, y caminasen a vencer, pues los presentes enemigos a Dios rebeldes y a su Príncipe, hacían justísima su causa. Que procurasen este día, dar con valor nuevos trofeos al Águila Imperial Romana, y a los Castillos y Leones acostumbrados a vencerlas; que los despojos, los caminos, el cetro y honra del Imperio y el conservarse en Alemania la verdadera Religión, todo colgaba de sus brazos, y ansia de ser satisfacción de sus fatigas y victorias, o si por dicha se perdiesen, ruina y afrenta de la patria.
Es 6 de mayo de 1622, los ejércitos católico y protestante hace horas que están frente a frente. Se acerca el momento. Don Gonzalo y Tilly ya han arengado a los suyos.
También Baden-Durlach, viendo las operaciones tan adelantadas, habló a los suyos mostrándoles todo cuanto su ingenio había evocado para poder derrotar a los católicos, diciéndoles: Que se aparejasen, pues veía llegada la ocasión de mostrar su valentía, que en ella es plena su confianza, y que ya que tanto habían deseado dar fin de un golpe a los peligros en que hacían naufragar a su tierra, debían entonces confirmarlo, porque vencido aquel combate era seguro no que no les quedara otra cosa por hacer para obtener el triunfo ante sus mortales enemigos.
Por su parte, Don Gonzalo dando y recibiendo descargas cerradas, guió primero a su caballería en una maniobra de tanteo para enfrentarse a las primeras tropas enemigas, mientras los capitanes Martín Fernández y Alfonso Marcia, con sus banderas de mosqueteros y arcabuceros, se separaron de su posición en el flanco derecho católico y se adelantaron hasta unos setos que había frente a Biberach, pequeña aldea donde ya dijimos en la entrada anterior que descansaba el flanco izquierdo del ejército protestante y donde acababa su artificioso parapeto de carros y piezas.
Estos capitanes, junto con Savariego y Don Antonio de Sotelo, que los seguían, fueron los que comenzaron la batalla, porque Baden-Durlach, enviando contra ellos gran número de gente empezó a embestirlos, siendo los protestantes rápidamente rechazados. Sin embargo, la numerosa y furiosa artillería protestante compensaba con creces el pequeño revés desde la cerca de carros y suplía esta falta horriblemente.
Entonces observó Don Gonzalo a dos batallones de caballos enemigos que cargaban contra sus infantes españoles y alemanes. Con el objetivo de evitar la maniobra y de bajarles un poco los humos, decidió darles una carga. Arrancando con los suyos al galope, creyó que sus jinetes iban tras él y que embestían. Sin embargo, los cabos de la caballería entendieron que pretendía hacer una caracola, con lo que después de rociar con plomo al enemigo, se dieron la vuelta con todo el escuadrón y volvieron a sus posiciones. Cuando quiso acordar Don Gonzalo, se encontró con que se hallaba tan solo y empeñado, quedando por un momento rodeado de jinetes enemigos que sin hacerle daño lo llevaron entre ellos mientras acababan de ejecutar la carga contra los infantes españoles del Tercio de Nápoles.
Sin embargo, disuadidos por la mortífera fila de picas españolas, los jinetes protestantes detuvieron la carga a escasos metros del escuadrón de infantería español, ocasión que aprovechó don Gonzalo para galopar y refugiarse con sus infantes españoles, a los que halló más firmes que las rocas, con el bosque de sus picas tan impenetrable y brioso que los enemigos desconfiados de poder penetrarlo se retiraron. Los oficiales del Tercio Español de Don Gonzalo eran el sargento mayor y capitanes, Don Juan Sánchez, Don Jerónimo Boquin, Esteban Martín, Castel y Rosal. En esta carga protestante resultó muerto el Reingrave General de la Caballería protestante, acompañado de otros muchos jinetes y hombres de calidad.
El joven Bernardo de Sajonia Weimar (13 años después sería uno de los jefes protestantes en la batalla de Nordlingen), que dirigía el otro batallón de caballería hereje, arremetió contra los alemanes de los regimientos de infantería hispánicos del Coronel Bauer y del Conde de Emden, que empezaron a flaquear y retroceder rápidamente con el intrépido y furioso choque. Visto el éxito, imaginaron que sería más débil, por tener menos gente, el Tercio español, que bien cerrado se encontraba ya solo en la línea, haciendo cara a todas las bandas. Pese a poner todo su empeño en la maniobra de frente y de flanco, lo único que consiguieron los jinetes protestantes fue que los españoles retrocedieran algunos pasos, aguantando imperturbables finalmente la posición.
Tilly enfrascado por entonces en la batalla en el flanco izquierdo, estaba siendo acometido por la caballería de Durlach con los mismos ánimos y la misma pujanza. Uno de sus mejores escuadrones de infantería no resistió el choque y acabó desinflándose y deponiendo las armas. Visto este descalabro y el sucedido con los regimientos hispánicos de Bauer y Emden en la línea española, parecía evidente que la fortuna se estaba inclinando del lado enemigo, que estaba ya adelantado y discurría libremente con sus caballos por el campo de batalla. Su mucha infantería, atrincherada en el infernal parapeto de carros, daba descargas espantosas, y su mortífera artillería de pedreros, cuartos, y trabucos, escupía ofensas indecibles, apuntando a la adversidad del ejército católico.
Éste se encontraba en muchos sitios desmembrado, acometido y deshecho, lo que hacía temer una pérdida segura. Pero en la guerra cualquier accidente o imprevisto, por leve que sea, cambia el destino de las cosas, y por donde menos se espera surgen la oportunidad y la fortuna. El denso humo de la pólvora, y el polvo espeso levantado por caballos e infantes, habían formado una nube de tales dimensiones que había llegado a tapar el sol, sembrando el caos la falta de visibilidad. Hasta ese momento el viento había soplado en agradable brisa, pero de improviso comenzó a soplar con fuerza del norte, desplazando la nube hacia las filas enemigas.
Don Gonzalo, a pesar de estar también cegado, no desperdició la oportunidad, y así marchó corriendo hacia el coronel Bauer, que en el ínterin había logrado recomponer a su gente y regresar en formación a la línea. Para conseguirlo les había tocado el corazón a sus hombres, porque los derrotados alemanes deseando mucho restaurar la reputación perdida tras la carga de la caballería enemiga y su posterior huída, y viendo el ejemplo incontrastable que estaban dándoles a todos aquellos pocos españoles del Tercio de Don Gonzalo, consintieron rápidamente en enmendarse, cobrando con presteza ánimo, coraje y ganas de pelear.
Visto lo que estaba sucediendo en el flanco derecho católico, con los españoles aguantando la línea y los alemanes volviendo a recomponerse entre gritos de júbilo, Tilly logró recomponer también sus batallones. Entonces el de Córdoba, aprovechandose todavía de que la nube estaba sobre los enemigos cargó de los primeros contra la línea de barricadas protestante, lo que provocó en la gente tales bríos que marcharon detrás suya. Se produjo entonces un fuerte choque, un espantoso batallar, de sangre, heridas, roncas voces, temerosos aullidos, crujir de armas, y cuchillas, y retumbar de arcabuces, unos muriendo, otros matando.
Un escuadrón que hasta este momento había tenido en reserva Tilly, entrando fresco en la batalla, terminó de equilibrar el resultado de la lucha, prolongándose ésta por unas horas en la línea de parapetos de los carros. Fue entonces cuando el golpe infausto y de suerte de una bala de cañón católica impactó en el polvorín enemigo, volándolo por los aires en una gran explosión. En ese momento, un soldado español mirando al cielo a la gran nube formada por la combustión de la pólvora, y asemejándola a la Virgen María, gritó ¡Victoria! ¡Victoria! Nuestra Señora nos da la victoria. Milagro.
Baden-Durlach observó como su gente comenzó a deshacerse, apresurando su colapso, siendo sus filas rematadas y atropelladas por la carga que en ese momento dio Tilly sobre el flanco derecho sobre su mejor caballería, que huyó abandonando a los infantes en desbandada a su suerte. La ocuridad de la noche se iba echando encima y Don Gonzalo aunque advirtió que el enemigo huía sin concierto, no tuvo más remedio que detener la persecución que ya iniciaba su gente, para evitar que la persecución sin orden ante una súbita defensa de un enemigo desesperado no ocasionase algún desmán.
Como escribió el historiador contemporáneo Gonzalo de Céspdes: ¡O!, infelicísima Alemania, qué fuera ahora de tu imperio, qué de tu Iglesia y religión, qué de las míseras Reliquias, de tu afligida cristiandad si tal victoria por ventura, los calvinistas alcanzaran. Mas no lo quiso el justo Dios; su soberana providencia puso en los brazos poderosos de 700 españoles (el enemigo lo confiesa) la prevención de tanto daño, y el vencimiento trabajoso que variamente vacilaba.
Perdió Federico de Baden Durlach sus cañones, pedreros y trabucos, cuatro mil carros, incontables municiones, 74.000 ducados (otros dicen que 100.000), muchas banderas y estandartes, documentos de los demás aliados protestantes, y en la batalla y ahogados en el Neckar unos miles de hombres, entre ellos Magno Württemberg, el Reingrave de la caballería y otras 42 personas de oficio y cargo. En el Campo católico murieron 114 españoles y 1.600 de naciones e imperiales.
Durlach huyó sin detenerse hasta Stuttgart, donde al pie del puente levadizo le dijo al centinerla de guardia: “Amigo, dame algo de beber, solo soy el viejo Margrave“, y cayó desmayado de cansancio. Una de las tres amenazas protestantes que convergían al Palatinado había sido derrotada y destruida. Tilly quedó en la zona y Don Gonzalo cruzó el Rin de vuelta al Palatinado, ocupado por España. Todavía quedaban el ejército de Mansfeld en el Neckar, y el de Cristian de Brunswick que avanzaba a marchas forzadas por Hesse, pero esta es una historia que deberá ser contada en otra ocasión.
Saludos


