Respondiéndome a mí mismo:
Acabo de volver de la espera; son las 2:10 de la madrugada. Ha ido bien la cosa, aunque no se trate de pieza extraordinaria. Un marranillo de unos dos o tres años y de 60 ó 65 kg., según mi amigo Antonio, que para esto tiene unos ojos que no envidian nada a las básculas. Bien plantado, largo, pero con unas navajuelas que no superaban los dos centímetros fuera de boca. Un descolgado de la piara, seguramente expulsado, sin compañía y con pocas mañas.
La verdad es que la tarde no ha empezado muy bien. He llegado al sitio demasiado azarado y sudoroso. Además, contra mi modo de proceder, he cambiado de idea a última hora y en lugar de refugiarme en mi guarida, me subí al huerto de melocotoneros a sentarme entre los árboles mirando al cebadero desde una altura considerable y con un ángulo de inclinación excesivo para un buen tiro de noche, sobre todo tratándose de un jabalí, con el centro de gravedad bajo, lo que supone una dificultad añadida. Esperaba que me compensara de estos inconvenientes una buena perspectiva de la tabla donde tengo instalado el cebadero. Quería asimismo estudiar por dónde entraba, ya que a ese lugar suelen acudir desde los cuatro puntos cardinales.
Vana ilusión, porque al caer la noche y con la escuálidad luna creciente, mi campo de visión se reducía a poco menos que a la nada. Además, sudado y resudado como estaba empezaba a enfriarme a causa de la inmovilidad y de una brisa más que regular que se había levantado a la caída de la tarde. Muy mal asunto. No me lo pienso, me quita la camiseta y me echo encima a modo de capa un abrigo suave, sin nada debajo.
Entre unas cosas y otras y bufando por no haberme metido en la lobera, cae la noche. No paro de pasear los prismáticos pero no veo un vivo por ahí abajo. Sin embargo, aún no había dejado caer los prismáticos sobre la funda cuando oigo un ruidillo que al instante me hace saltar. ¿Serán los goteros? -No, no, ¿entonces? Vuelvo a echar mano de los prismáticos y ahí estaba... Un jabalí. Es obvio que no lo había visto llegar.
Desde tan pronunciado ángulo parecía un marranillo de no más de 20 ó 30 kg. Dudo entre apretar el gatillo o no hacerlo. Me aseguro de que en ciento y pico metros a la redonda no haya otro vivo... ¿Qué hago? El agricultor quiere carne y pienso que debo darle gusto, no se me vaya al lado oscuro.
Además, no me cuadraba lo que me había dicho mi amigo Antonio, que había ido por la mañana para ver alguna huella antes de que se borrasen y me había dicho que tenía un visitante de tamaño mediano, como de 60 kg...
El disparo es complicado no porque haya unos 80 m. hasta el punto donde se encontraba el animal, sino por la altura, que junto al juego de sombras y penumbras dejaba al animal convertido en un borroso punto minúsculo. Así las cosas decido encender la linterna táctica que llevo acoplada al cañón del rifle contra mi costumbre. Se ve el jabalí del tamaño de un paquete de tabaco desde esa perspectiva; aprieto el gatillo, se apaga la linterna justo en ese momento (es la segunda vez que me sucede algo así) y... ¡Nada! Caguen... Vuelvo a conectar el alargador y enciendo otra vez: no se ve nada; miro por los Steiner, nada... Anda que...
Es igual; al mal tiempo buena cara. Recojo con parsimonia y decido bajar sin ninguna esperanza, más que nada para reponer comida. Llego con el coche, alumbro con la linterna a la par que tengo encendidas las luces cortas del coche y no aprecio nada.
Pero al poco... manchas de sangre. Y creo que son de los pulmones. No veo más. Llamo a mi amigo Antonio y voy a buscarlo al pueblo. Después seguimos buscando en abanico y detecto otras manchitas, discontinuas, que con mucha dificultad voy siguiendo. Me da esperanzas las salpicaduras cada vez más fuertes y mayores, hasta que son las propias matas a una altura de unos 30 cm. las que están pintadas en sangre.
Me mete zozobra que el talud de la rambla esté ya muy cerca. En efecto, llego hasta el borde y decido bajar. No es demasiado alto y tras echar una ojeada para evitar una sorpresa desagradable me dejo caer con cuidado. Si llega al brazal... La selva; los tarays y los mosquitos me comen y, justo en el borde de esa jungla, yace el jabalí, exánime, dándome el culo y revelándome unos cojones más que considerables, por lo que no tenía que estudiar mucho para comprobar lo que tenía delante. El tiro había sido casi perfecto. Donde había apuntado había pegado la bala y lo había atravesado; pero por el ángulo tan pronunciado la lesión no lo había dejado en el sitio. No me lo podía creer. Es la primera vez que hago un rastreo tan complicado. Siempre se me quedan en el sitio. Menos mal que había tenido la ayuda impagable de Antonio, a quien recogí en el pueblo para emprender la búsqueda, con la esperanza de que mientras el jabalí se enfriara, si estaba bien tocado, para evitar disgustos.
Ya estoy pensando en la próxima espera, que Dios mediante llevaré a cabo el sábado o el domingo.
Buenas noches