Mensajepor Ribetano » 19 Ene 2010 11:53
Sobre la Batalla de Teruel
A principios de febrero el cuerpo de Modesto fue movilizado de nuevo y la 46 División fue emplazada en la propia ciudad de Teruel (la 101 brigada) y en las posiciones que se conservaban en la Muela (la 209 Brigada), que en la subsiguiente batalla que se esperaba el mando republicano pensaba sería un frente menor. Seis kilómetros de frente hubieron de cubrir los hombres que le quedaban al Campesino. Tiritando pese a ir arropados con el excelente capote y el abrigo del uniforme de la República confeccionados en una fabrica catalana colectivizada. Con los pies helados a pesar de calzar unas buenas botas especiales para la nieve de las fabricas de compañeros valencianos. Y agarrados a un helado fusil ruso Mousin-Nagant del 7,62 que empitonaba una terrorífica bayoneta que perforaba los sacos terreros con la facilidad de un estilete. Era un buen fusil. Todo lo ruso parecía bueno, excepto el pan enlatado y sus malditos agentes, mitad generales mitad espías. La 101 brigada disponía también de algunos cañones contra-carro del 45, los restos de una compañía de morteros, y de otra de ametralladoras Maxim, amén de distintos modelos de ametralladoras ligeras y algunos subfusiles Degtyàrev, antecesores del famoso modelo PPS M-41. A la retaguardia, cerca de la plaza de toros, el Estado Mayor de la División tenía en reserva varios autos blindados del Modelo 35 de la Unión Naval de Levante, restos de un disuelto Batallón del Regimiento de Autos Blindados y que por azares de la guerra se había adjudicado la 46. En el centro de la ciudad reina la confusión. Los heridos se amontonan en la plaza del Torico en espera de evacuación. Nadie sabe a ciencia cierta si Teruel ha sido ya cercado. Pero lo que sí se sabe es que el escalón de municionamiento ha dejado de servir a las unidades. Todo soldado veterano sabe que cuando esto ocurre, el fin está próximo. Malo que no se evacue a los heridos, pero estremecedor que no llegue la munición. A todo lo largo de la línea que ocupaban los soldados republicanos, una espesa capa de barro helado, duro como la piedra, dificultaba el movimiento de la impedimenta y de los propios hombres. En el cementerio, algunas tumbas de personalidades que fueron en Teruel, servían ahora de improvisado abrigo, ignorando los soldados si sus fogatas calentaban algo los viejos huesos de los difuntos. La moral era baja. Llevaban aguantando durísimos ataques desde el día 17. En el Tercer Batallón se había fusilado a varios oficiales por cobardía, y la tropa estaba muy nerviosa. Las pérdidas eran cuantiosas en hombres y material. Los comisarios chillaban por cualquier bobada. Los soldados llevaban demasiado tiempo en campaña, y la Brigada se había convertido en una azarosa mezcla de curtidos veteranos y esforzados pero bisoños voluntarios de las JSU valencianas, aunque capaces de los más valientes contraataques. En realidad, lo más granado del Ejercito Republicano provenía de las juventudes de los partidos del frente popular, en especial de las JSU, que eran las Juventudes Socialistas y Comunistas unificadas, en un magno ejemplo de sentido común político del que muchas veces carecían sus próceres de la generación anterior. Y pese a que se decía que la 46 era una de las divisiones estrella del Partido Comunista, allí había soldados de todos los partidos del frente popular. Y todos tenían ahora el mismo aspecto renegrido que da la falta de agua y jabón cuando se vive a la intemperie. Todos sufrían los piojos, los sabañones, y todos tenían un hambre endemoniada. Enfrente había carlistas y moros. ¡Estupendo! Fanáticos y mercenarios. Al menos las balas no se desperdiciaban en soldaditos españoles. Una reata de mulas estaba evacuando a la retaguardia a los heridos habidos días atrás. La última no regresó. Eso alarmó a la tropa. Toda la mañana habían estado oyendo el jaleo que había a su espalda. ¡Mal asunto! A nadie le gusta que se combata a su espalda. El cuerpo pide salir huyendo. Y hay que ser muy templado para sujetar las piernas. Por lo demás, ¿a quién coños, le importaba Teruel?, este helado lugar dónde no sé qué les pasó a unos amantes que eran bobos. Y encima, la ciudad estaba hecha fosfatina, el Seminario, el Gobierno Militar y otros edificios robustos no eran más que esqueletos, fríos esqueletos de una pequeña ciudad de provincias que por unos días lo fue todo para la República. Y que al parecer, Franco, estaba dispuesto a recuperar aunque se le congelara la Legión entera, que ya había ido bien despachada, ellos, los moros, y los carlistas, se habían llevado su ración de metralla, gangrena y hielo. Un duro precio para su victoria. Como todas las que conseguía Franquito, Franquito el cuquito, como decía Sanjurjo. Ese mediocre general al que el sabor de la carne española debía entusiasmar, pues nunca estaba del todo satisfecho con su personal cosecha roja. Una tempestad de sangre que hasta a su más duros generales asustaba ya en Teruel. El propio Yagüe estaba desquiciado por las bajas de sus amados legionarios. En la 1ª de Navarra habían desaparecido compañías enteras segadas en parte por la guerra y en parte por el frío. Dávila, Aranda, Varela, los centuriones de Franco, a todos les importaba un pimiento Teruel. Lo que querían era acabar la guerra cuanto antes. Y ahora les ordenaban reconquistarlo, como si no hubiera habido suficiente con los dos meses de combates más estremecedores que su dilatada experiencia bélica les hubiera deparado. Lo que ignoraban era que aún les esperaba a sus tropas dos terribles batallas, amén de su victoriosa ofensiva de primavera: el frustrado ataque hacia Valencia, donde perderían treinta mil soldados de su mejor vanguardia contra la tenacidad republicana, y la ofensiva del Ejercito del Ebro, que aunque tumba de la República, fue gloria de sus armas y dolor y sufrimiento para los agotados soldados de ambos ejércitos.