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19 pistolas

Publicado: 09 Abr 2010 21:27
por Desates
19 pistolas porta la protagonista Sira de la novela El tiempo entre costuras de María Dueñas.
Pero me llaman varias cosas la atención. Pero para que podamos opinar todos pongo el fragmento de la novela donde se le atan al cuerpo de Sira las 19 pistolas :

Tardé en entender lo que me decía; tenía la
atención fija en otro asunto: en la imagen de
Candelaria desabrochándose el sayón informe
que la cubría bajo el gabán, una especie de bata
suelta de basta lana que apenas dejaba intuir las
formas generosas de su cuerpo. Contemplé
atónita cómo se desvestía, sin comprender el
sentido de tal acto e incapaz de averiguar a qué se
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debía aquel desnudo precipitado a los pies de mi
cama. Hasta que, desprovista de la saya, empezó
a sacar objetos de entre sus carnes densas como la
manteca. Y entonces lo entendí. Cuatro pistolas
llevaba sujetas en las ligas, seis en la faja, dos en
los tirantes del sostén y otro par de ellas debajo
de las axilas. Las cinco restantes iban en el bolso,
liadas en un trozo de paño. Diecinueve en total.
Diecinueve culatas con sus diecinueve cañones a
punto de abandonar el calor de aquel cuerpo
robusto para trasladarse a un destino que en ese
mismo momento comencé a sospechar.
—Y ¿qué es lo que quiere que haga? —pregunté
atemorizada.
—Llevar las armas a la estación del tren,
entregarlas antes de las seis de la mañana y
traerte de vuelta para acá los mil novecientos
duros en los que tenía apalabrada la mercancía.
Sabes dónde está la estación, ¿no? Cruzando la
carretera de Ceuta, a los pies del Gorgues. Allí
podrán recogerla los hombres sin tener que entrar
en Tetuán. Bajarán desde el monte e irán a por
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ella directamente antes de que amanezca, sin
necesidad de pisar la ciudad.
—Pero ¿por qué tengo que llevarla yo? —Me
notaba de pronto despierta como un búho, el
susto había conseguido cortar la somnolencia de
raíz.
—Porque al volver de la Suica dando un rodeo y
pergeñando la manera de arreglar lo de la
estación, el hijo de puta del Palomares, que salía
del bar El Andaluz cuando ya estaban cerrando,
me ha echado el alto junto al portón de
Intendencia y me ha dicho que igual le cuadra
esta noche pasarse por la pensión a hacerme un
registro.
—¿Quién es Palomares?
—El policía con más mala sangre de todo el
Marruecos español.
—¿De los de don Claudio?
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—Trabaja a sus órdenes, sí. Cuando lo tiene
delante, le hace la rosca al jefe pero, en cuanto
campa a sus anchas, saca el cabrón una chulería y
una mala baba que tiene acobardado con echarle
la perpetua a medio Tetuán.
—Y ¿por qué la ha parado a usted esta noche?
—Porque le ha dado la gana, porque es así de
desgraciado y le gusta repartir estopa y asustar a
la gente, sobre todo a las mujeres; lleva años
haciéndolo y en estos tiempos, más todavía.
—Pero ¿ha sospechado algo de las pistolas?
—No, hija, no; por suerte no me ha pedido que le
abra el bolso ni se ha atrevido a tocarme. Tan
sólo me ha dicho con su voz asquerosa, dónde
vas tan de noche, matutera, no estarás metida en
alguno de tus chalaneos, cacho perra, y yo le he
contestado, vengo de hacerle una visita a una
comadre, don Alfredo, que anda mala de unas
piedras en el riñón. No me fío de ti, matutera, que
eres muy guarra y muy fullera, me ha dicho luego
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el berraco, y yo me he mordido la lengua para no
contestarle, aunque a punto he estado de cagarme
en todos sus muertos, así que, con el bolso bien
firme debajo del sobaco, he apretado el paso
encomendándome a María Santísima para que no
se me movieran las pistolas del cuerpo, y cuando
ya lo había dejado atrás, oigo otra vez su voz
cochina a mi espalda, lo mismo me paso luego
por la pensión y te hago un registro, zorra, a ver
qué encuentro.
—¿Y usted cree que de verdad va a venir?
—Lo mismo sí y lo mismo no —respondió
encogiéndose de hombros—. Si consigue por ahí
a alguna pobre golfa que le haga un apaño y lo
deje bien aliviado, igual se olvida de mí. Pero,
como no se le enderece la noche, no me
extrañaría que tocara a la puerta dentro de un
rato, sacara a los huéspedes a la escalera y me
pusiera la casa patas arriba sin miramientos. No
sería la primera vez.
—Entonces, usted ya no puede moverse de la
pensión en toda la madrugada, por si acaso —
susurré con lentitud.
—Talmente, mi alma —corroboró.
—Y las pistolas tienen que desaparecer
inmediatamente para que no las encuentre aquí
Palomares —añadí.
—Ahí estamos, sí, señor.
—Y la entrega tiene que hacerse hoy a la fuerza
porque los compradores están esperando las
armas y se juegan la vida si tienen que entrar a
por ellas a Tetuán.
—Más clarito no lo has podido decir, reina mía.
Nos quedamos unos segundos en silencio,
mirándonos a los ojos, tensas y patéticas. Ella de
pie medio desnuda, con las lorzas de carne
saliéndole a borbotones por los confines de la faja
y el sostén; yo sentada con las piernas dobladas,
aún entre las sábanas, en camisón, con el pelo
revuelto y el corazón en un puño. Y
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acompañándonos, las negras pistolas
desparramadas.
Habló la patrona finalmente, poniendo palabras
firmes a la certeza.
—Tienes que encargarte tú, Sira. No nos queda
otra salida.
—Yo no puedo, yo no, yo no... —tartamudeé.
—Tienes que hacerlo, chiquilla —repitió con voz
oscura—. Si no, lo perdemos todo.
—Pero acuérdese de lo que yo ya tengo encima,
Candelaria: la deuda del hotel, las denuncias de la
empresa y de mi medio hermano. Como me pillen
en ésta, para mí va a ser el fin.
—El fin bueno lo vamos a tener si llega esta
noche el Palomares y nos agarra con todo esto en
casa —replicó volviendo la mirada hacia las
armas.
—Pero Candelaria, escúcheme... —insistí.
—No, escúchame tú a mí, muchacha, escúchame
bien tú a mí ahora —dijo imperiosa. Hablaba con
un siseo potente y los ojos abiertos como platos.
Se agachó hasta ponerse a mi altura, aún estaba
yo en la cama. Me agarró los brazos con fuerza y
me obligó a mirarla de frente—. Yo lo he
intentado todo, me he dejado el pellejo en esto y
la cosa no ha salido —dijo entonces—. Así de
perra es la suerte: a veces te deja que ganes y
otras veces te escupe en la cara y te obliga a
perder. Y esta noche a mí me ha dicho ahí te
pudras, matutera. Ya no me queda ningún
cartucho, Sira, yo ya estoy quemada en esta
historia. Pero tú no. Tú eres ahora la única que
aún puede lograr que no nos hundamos, la única
que puede sacar la mercancía y recoger el dinero.
Si no fuera necesario, no te lo estaría pidiendo,
bien lo sabe Dios. Pero no nos queda otra,
criatura: tienes que empezar a moverte. Tú estás
metida en esto igual que yo; es asunto de las dos
y en ello nos va mucho. Nos va el futuro, niña, el
futuro entero. Como no consigamos ese dinero,
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no levantamos cabeza. Y ahora todo está en tus
manos. Y tienes que hacerlo. Por ti y por mí, Sira.
Por las dos.
Quería seguir negándome; sabía que tenía
motivos poderosos para decir no, ni hablar, de
ninguna manera. Pero, a la vez, era consciente de
que Candelaria tenía razón. Yo misma había
aceptado entrar en aquel juego sombrío, nadie me
había obligado. Formábamos un equipo en el que
cada una tenía inicialmente un papel. El de
Candelaria era negociar primero; el mío, trabajar
después. Pero ambas éramos conscientes de que,
a veces, los límites de las cosas son elásticos e
imprecisos, que pueden moverse, desdibujarse o
diluirse hasta desaparecer como la tinta en el
agua. Ella había cumplido con su parte del trato y
lo había intentado. La suerte le había dado la
espalda y no lo había conseguido, pero aún no
estaban reventadas todas las posibilidades. De
justicia era que ahora me arriesgara yo.
Tardé unos segundos en hablar; antes necesité
espantar de mi cabeza algunas imágenes que
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amenazaban con saltarme a la yugular: el
comisario, su calabozo, el rostro desconocido del
tal Palomares.
—¿Ha pensado cómo tendría que hacerlo? —
pregunté por fin con un hilo de voz.
Resopló con estrépito Candelaria, recuperando
aliviada el ánimo perdido.
—Muy facilísimamente, prenda. Espérate un
momentillo, que ahora mismito te lo voy a contar.
Salió de la habitación aún medio desnuda y
retornó en menos de un minuto con los brazos
llenos de lo que me pareció un trozo enorme de
lienzo blanco.
—Vas a vestirte de morita con un jaique —dijo
mientras cerraba la puerta a su espalda—. Dentro
de ellos cabe el universo entero.
Así era, sin duda. A diario veía a las mujeres
árabes arrebujadas dentro de aquellas prendas
anchas sin forma, esa especie de capas
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amplísimas que cubrían la cabeza, los brazos y el
cuerpo entero por delante y por detrás. Debajo de
ellas, efectivamente, podría alguien ocultar lo que
quisiera. Un trozo de tela solía cubrirles la boca y
la nariz, y la cubierta les llegaba hasta las cejas.
Tan sólo los ojos, los tobillos y los pies quedaban
a la vista. Jamás se me habría ocurrido una
manera mejor de andar por la calle cobijando un
pequeño arsenal de pistolas.
—Pero antes tenemos que hacer otra cosa. Sal de
la piltra de una vez, chiquilla, que hay que
ponerse a trabajar.
Obedecí sin palabras, dejando que ella manejara
la situación. Arrancó sin miramientos la sábana
superior de mi cama y se la llevó a la boca. De un
mordisco feroz desgarró el embozo y a partir de
ahí empezó a rajar la tela, arrancando una banda
longitudinal de un par de cuartas de ancho.
—Haz lo mismo con la bajera —ordenó. Entre
dientes y tirones, apenas unos minutos tardamos
entre las dos en reducir las sábanas de mi cama a
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un par de docenas de tiras largas de algodón—. Y
ahora, lo que vamos a hacer es atarte estas bandas
al cuerpo para sujetar con ellas las pistolas. Alza
los brazos, que voy con la primera.
Y así, sin despojarme siquiera del camisón, los
diecinueve revólveres fueron quedando adheridos
a mi contorno, fajados con fuerza con los trozos
de sábana. Cada tira se destinó a una pistola:
primero envolvía
Candelaria el arma en un doblez del tejido,
después me la ponía contra el cuerpo y daba con
la banda dos o tres vueltas alrededor. Al final
anudaba con fuerza los extremos.
—Estás en los huesos, muchacha, no te quedan
ya chichas donde amarrar la próxima —dijo tras
cubrir por completo el frente y la espalda.
—En los muslos —sugerí.
Así lo hizo, hasta que por fin el cargamento en
pleno encontró acomodo esparcido bajo el pecho,
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sobre las costillas, los riñones y las paletillas, en
los costados, los brazos, las caderas y la parte
superior de las piernas. Y yo quedé como una
momia, cubierta de vendas blancas bajo las que
se escondía una armadura tétrica y pesada que
dificultaba todos mis movimientos, pero con la
que tendría que aprender a moverme de
inmediato.
—Ponte estas babuchas, son de la Jamila —dijo
dejando a mis pies unas ajadas zapatillas de piel
color parduzco—. Y ahora, el jaique —añadió
sosteniendo la gran capa de lienzo blanco—. Eso
es, envuélvete hasta la cabeza, que te vea yo
cómo te queda.
Me contempló con una media sonrisa.
—Perfecta, una morita más. Antes de salir, que
no se te olvide, tienes que ajustarte también a la
cara el velo para que te tape la boca y la nariz.
Hala, vamos para afuera, que ahora tengo que
explicarte rapidito por dónde vas a salir.
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Empecé a caminar con dificultad, consiguiendo a
duras penas mover el cuerpo a un ritmo normal.
Las pistolas pesaban como plomos y me
obligaban a llevar las piernas entreabiertas y los
brazos separados de los costados. Salimos al
pasillo, Candelaria delante y yo detrás
desplazándome torpemente; un gran bulto blanco
que chocaba contra las paredes, los muebles y los
quicios de las puertas. Hasta que, sin darme
cuenta, golpeé una repisa y tiré al suelo todo lo
que en ella había: un plato de Talavera, un
quinqué apagado y el retrato color sepia de algún
pariente de la patrona. La cerámica, el cristal del
retrato y la pantalla del quinqué se hicieron
añicos tan pronto chocaron contra las baldosas, y
el estrépito provocó que, en los cuartos vecinos,
los somieres comenzaran a crujir al romperse el
sueño de los huéspedes.
—¿Qué ha pasado? —gritó la madre gorda desde
la cama.
—Nada, que se me ha caído un vaso de agua al
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suelo. A dormir todo el mundo —respondió
Candelaria con autoridad.
Intenté agacharme para recoger el estropicio, pero
no pude doblar el cuerpo.
—Deja, deja, niña, que ya lo arreglo yo luego —
dijo apartando con el pie unos cuantos cristales.
Y entonces, inesperadamente, una puerta se abrió
apenas a tres metros de nosotras. Al encuentro
nos salió la cabeza llena de rulillos de Fernanda,
la más joven de las añosas hermanas. Antes de
que tuviera ocasión de preguntarse qué había
pasado y qué hacía una mora con un jaique
tumbando los muebles del pasillo a esas horas de
la madrugada, Candelaria le lanzó un dardo que
la dejó muda y sin capacidad de reacción.
—Como no se meta en la cama ahora mismo,
mañana en cuanto me levante le cuento a la
Sagrario que anda usted viéndose con el
practicante del dispensario los viernes en la
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cornisa.
El pánico a que la pía hermana se enterara de sus
amoríos pudo más que la curiosidad y, sin mediar
palabra, Fernanda volvió a escurrirse como una
anguila dentro de su habitación.
—Tira para adelante, chiquilla, que se nos está
haciendo tarde —dispuso entonces la matutera en
un susurro imperioso—. Es mejor que nadie vea
que sales de esta casa, a ver si va a andar por aquí
cerca el Palomares y la cagamos antes de
empezar. Así que vamos para afuera.
Salimos al pequeño patio en la parte trasera del
edificio. Nos recibieron la noche negra, una parra
retorcida, un puñado de enredos y la vieja
bicicleta del telegrafista. Nos cobijamos en una
esquina y comenzamos de nuevo a hablar en voz
baja.
—Y ahora, ¿qué hago? —musité.
Parecía tenerlo ella todo bien pensado y habló
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con determinación en tono quedo.
—Te vas a subir a ese poyete y vas a saltar la
tapia, pero tienes que hacerlo con mucho cuidado,
no se te vaya a enredar el jaique entre las piernas
y te dejes el morro contra el suelo.
Observé la tapia de unos dos metros de altura y el
murete adosado al que tendría que encaramarme
para llegar a su parte más alta y poder pasar al
lado contrario. Preferí no preguntarme si sería
capaz de lograrlo lastrada por el peso de las
pistolas y envuelta en todos aquellos metros de
tela, así que me limité a pedir más instrucciones.
—Y ¿desde allí?
—Cuando hayas saltado, estarás en el patio del
colmado de don Leandro; desde ahí, subiéndote
en las cajas y los toneles que tiene arrumbados,
podrás pasar sin problemas al patio siguiente, que
es el de la pastelería del hebreo Menahen. Allí, al
fondo, encontrarás una puertecilla de madera que
te sacará a una callejuela transversal, que es por
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donde él entra los sacos de harina para el obrador.
Una vez fuera, olvídate de quién eres: tápate bien,
encógete, y echa a andar hacia el barrio judío y,
desde allí, entras después en la morería. Pero ten
mucho cuidadito, niña: ve sin prisas y cerca de las
paredes, arrastrando un poco los pies, como si
fueras una vieja, que nadie te vaya a ver
caminando garbosa, a ver si algún indeseable va a
intentar algo contigo, que hay mucho españolito
que anda medio chiflado por el embrujo de las
musulmanas.
—¿Y luego?
—Cuando llegues al barrio moro, date unas
cuantas vueltas por sus calles y asegúrate de que
nadie se fija en ti o te sigue los pasos. Si te cruzas
con alguien, cambia de rumbo con disimulo o
aléjate todo lo posible. Al cabo de un rato, vuelve
a salir a la Puerta de La Luneta y baja hasta el
parque, sabes por dónde te digo, ¿verdad?
—Creo que sí —dije esforzándome por trazar a
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ciegas el recorrido.
—Una vez allí, te vas a dar de frente con la
estación: cruza la carretera de Ceuta y métete en
ella por donde pilles abierto, despacito y bien
tapada. Lo más probable es que no haya por allí
más que un par de soldados medio dormidos que
no te harán ni puñetero caso; seguramente te
encuentres a algún marroquí esperando el tren
para Ceuta; los cristianos no empezarán a llegar
hasta más tarde.
—¿A qué hora sale el tren?
—A las siete y media. Pero los moros, ya sabes,
llevan otro ritmo con los horarios, así que a nadie
extrañará que andes por allí antes de las seis de la
mañana.
—¿Y yo también debo subirme, o qué es lo que
tengo que hacer?
Se tomó Candelaria unos segundos antes de
responder e intuí que a su plan apenas le quedaba
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ya camino por el que avanzar.
—No; tú en principio no tienes que coger el tren.
Cuando llegues a la estación, siéntate un ratillo en
el banco que está debajo del tablón de los
horarios, deja que te vean allí y así sabrán que
eres tú quien lleva la mercancía.
—¿Quién tiene que verme?
—Eso da lo mismo: quien tenga que verte, te
verá. A los veinte minutos, levántate del banco,
vete para la cantina y arréglatelas como puedas
para que el cantinero te diga dónde tienes que
dejar las pistolas.
—¿Así, sin más? —pregunté alarmada—. Y si el
cantinero no está, o si no me hace caso, o si no
puedo hablarle, entonces ¿qué hago?
—Ssssshhhhh. No alces la voz, a ver si van a
oírnos. Tú no te preocupes, que de alguna manera
te enterarás de lo que hay que hacer —dijo
impaciente, incapaz de imponer a sus palabras
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una seguridad de la que a todas luces carecía.
Decidió entonces sincerarse—. Mira, niña, todo
ha salido esta noche tan malísimamente que no
han sabido decirme más que eso: que las pistolas
tienen que estar en la estación a las seis de la
mañana, que la persona que las lleve tiene que
sentarse veinte minutos debajo del tablón de los
horarios, y que el cantinero será quien le diga
cómo hay que hacer la entrega. Más no sé, hija
mía, y mira que lo lamento. Pero tú no sufras,
prenda, que ya verás como una vez allí todo se
endereza.
Quise decirle que lo dudaba mucho, pero la
preocupación de su cara me aconsejó no hacerlo.
Por primera vez desde que la conocía, la
capacidad de resolución de la matutera y aquella
tenacidad suya para solventar con ingenio los
trances más turbios parecían haber tocado fondo.
Pero yo sabía que si ella hubiera estado en
disposición de actuar, no se habría amedrentado:
habría logrado llegar a la estación y cumplir el
cometido usando cualquiera de sus argucias. El
problema era que aquella vez mi patrona
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estaba atada de pies y manos, inmovilizada en su
casa por la amenaza de un registro policial que tal
vez llegara aquella noche o tal vez no. Y yo sabía
que, si no era capaz de reaccionar y agarrar firme
las riendas, aquello sería el final para las dos. Así
que saqué fuerzas de donde no existían y me
armé de valor.
—Tiene razón, Candelaria: ya encontraré yo la
manera, pierda cuidado. Pero antes, dígame una
cosa.
—Lo que tú quieras, criatura, pero date prisa, que
quedan ya menos de dos horas para las seis —
añadió intentando disimular su alivio al verme
dispuesta a seguir peleando
—¿Adónde van a ir a parar las armas? ¿Quiénes
son esos hombres de Larache?
—Eso a ti lo mismo te da, muchacha. Lo
importante es que lleguen a su destino a la hora
prevista; que las dejes donde te digan y que
recojas los dineros que te tienen que dar: mil
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novecientos duros, acuérdate bien y cuenta los
billetes uno a uno. Y, luego, te vuelves para acá
echando las muelas, que yo te estaré esperando
con los ojos como candiles.
—Nos estamos exponiendo mucho, Candelaria
—insistí—. Déjeme por lo menos saber con quién
nos estamos jugando los cuartos.
Suspiró con fuerza y el busto, apenas medio
tapado por la bata ajada que se había echado
encima en el último minuto, volvió a subir y bajar
como impulsado por un inflador.
—Son masones —me dijo entonces al oído, como
con miedo a pronunciar una palabra maldita—.
Estaba previsto que llegaran esta noche en una
camioneta desde Larache, lo más seguro es que
ya anden escondidos por las fuentes de Buselmal
o en alguna huerta de la vega del Martín. Vienen
por las cabilas, no se atreven a andar por la
carretera. Probablemente recojan las armas en
donde tú las dejes y ni siquiera las suban al tren.
Desde la misma estación, digo yo que volverán a
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su ciudad atravesando de nuevo las cabilas y
esquivando Tetuán, si es que no los pillan antes,
Dios no lo quiera. Pero en fin, eso no es nada más
que un suponer, porque la verdad es que no tengo
ni pajolera idea de lo que esos hombres se traen
entre manos.
Suspiró con fuerza mirando al vacío y prosiguió
en un murmullo.
—Lo que sí sé, criatura, porque todo el mundo lo
sabe también, es que los sublevados se han
ensañado a conciencia con todos los que tenían
algo que ver con la masonería. A algunos les
metieron un tiro en la cabeza entre las mismas
paredes del local en donde se reunían; los más
afortunados huyeron a todo correr a Tánger o a la
zona francesa. A otros se los llevaron para el
Mogote y cualquier día los fusilan y a tomar
viento. Y probablemente unos cuantos anden
escondidos en sótanos, buhardillas y zaguanes,
temiendo que cualquier día alguien dé un
chivatazo y los saquen de sus refugios a culatazo
limpio. Por esa razón no he encontrado a nadie
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que se haya atrevido a comprar la mercancía
pero, a través de unos y otros, conseguí el
contacto de Larache y por eso sé que será allí a
donde irán a parar las pistolas.
Me miró entonces a los ojos, seria y oscura como
nunca antes la había visto.
—La cosa está muy fea, niña, muy requetefeísima
—dijo entre dientes—. Aquí no hay piedad ni
miramientos y, en cuantito alguien se significa
una miajita, se lo llevan por delante antes de decir
amén. Ya han muerto muchos pobres
desgraciados, gente decente que nunca mató una
mosca ni a nadie jamás hizo el menor mal. Ten
mucho cuidado, chiquilla, no vayas a ser tú la
próxima.
Volví a sacar de la nada una pizca de ánimo para
que ambas nos convenciéramos de algo en lo que
ni yo misma creía.
—No se preocupe usted, Candelaria; ya verá
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como salimos de ésta de alguna manera.
Y sin una palabra más, me dirigí al poyete y me
dispuse a trepar con el más siniestro de los
cargamentos bien amarrado a la piel. Atrás dejé a
la matutera, observándome desde debajo de la
parra mientras se santiguaba entre susurros y
sarmientos. En el nombre del Padre, del Hijo y
del Espíritu Santo, que la Virgen de los Milagros
te acompañe, alma mía. Lo último que oí fue el
sonoro beso que dio a sus dedos en cruz al final
de la persignación. Un segundo después
desaparecí tras la tapia y caí como un fardo en el
patio del colmado.
Alcancé la salida del pastelero Menahen en
menos de cinco minutos. En el camino me
enganché varias veces en clavos y astillas que la
oscuridad me impidió ver. Me arañé una muñeca,
me pisé el jaique, resbalé, y a punto estuve de
perder el equilibrio y caer de espaldas al trepar
por un montón de cajas de género acumuladas sin
orden contra una pared. Una vez junto a la puerta,
lo primero que hice fue acomodarme bien la
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ropa para que en la cara tan sólo se me vieran los
ojos. Después descorrí el cerrojo herrumbroso,
respiré hondo y salí.........


MIS PREGUNTAS SON :

1. ¿Cuánto pesa una pistola?
2. ¿Es viable portarlas como lo hace la protagonista ?

Gracias. Aprovecho para enviar un saludo cordial a todos los foreros.